martes, diciembre 12, 2006

Máscaras, disfraces y demás atuendos navideños


Ya son navidades. Perdón, Navidades. Las luces dibujan en el cielo hermosas palabras que desaparecen antes de ser pronunciadas. Bufandas, guantes y gorros recorren las calles impregnando cada recodo de tonos chillones, sobrios, llamativos, discretos, estrafalarios, azulados, con gottele y sin propina. Todo orquestado por una grandiosa música que inunda las esquinas de una ciudad engalanada para la ocasión. "Por lo menos en estas fiestas no hacen aparición esos gnomos gigantes, oscuros y con burka" exclama un niño extasiado en plena cabalgata.
Cuenta Lawrence Durrel en "Baltazhar" como durante de la noche de los carnavales, los habitantes de Alejandría se enfundan máscaras y trajes que borran por completo cada uno de los rasgos que componen su fisionomía corporal y facial. A lo largo de la velada, hacen el amor unos con otros sin importar el sexo o la edad, buscan las manos- única parte del cuerpo que permanece desnuda- de aquellos con los que desean ajustar cuentas, o se reencuentran cada año con aquella persona que sólo ven- o no ven, valga la paradoja- durante la noche de carnaval. No son tan distintas de nuestras Navidades. Los avariciosos se disfrazan de altruistas, los muertos resucitan con cada paquete que aparece junto al árbol la mañana del día cinco, y los ciudadanos se convierten en personas exultantes que se dicen a si mismas "el día 11 seré capaz de mantener la sonrisa". Pero aquel día llega, y el despertador no engaña: "Son las siete de la mañana del último día de tu vida"- o quizás del primero, últimamente ya apenas hay diferencia -. Las máscaras se aburren de esconder y las retinas se cansan de ver la realidad a través de otros ojos. Y pronto, los disfraces se convierten en pequeñas tiras de ropa que juegan a confundirse con la piel hasta convertirse en piel. Y entonces mueren irremediablemente. Mueren de monotonía.

viernes, diciembre 01, 2006

SÍNDROME DE ESTOCOLMO (El)



Es marido antes que hombre. Pasea por la calle con su esposa- sólo esposa- observando como los viandantes miran de refilón a aquella mujer que le acompaña y que tan sólo es capaz de inspirarle celos. Ultimamente se preocupa menos ya que ha ideado un plan para evitar esta incómoda situación que tanto viola la necesaria honorabilidad que cualquier pareja ha de ostentar. A partir de un 6 de junio, su mujer deja de llevar camisetas para vestir tan sólo polos y camisas de manga larga. Por supuesto, el marido, completamente satisfecho con la idea, concilia ahora el sueño con mayor facilidad durante las noches y en especial durante la sobremesa- antes incluso de rebañar el yogurt. Por la calle, el sol apunta de nuevo a sus ojos y no a su incipiente calvicie. La vida parece más fácil, menos roja. Es sorprendente cómo los problemas suelen solucionarse con insignificantes argucias, claro que algunos de ellos tienden a enquistarse. Una semana después, cree ver como cierto hombre escondido bajo un traje de ejecutivo observa a su esposa cruzar la acera. Nada es accidental, se dice mientras despacha al último cliente del banco aquella tarde de miércoles. Y el pasado acecha envuelto en camisa de cuello alto.
Un mes más tarde, su mujer sale a la calle enfundada en un jersey burdeos adquirido años antes en un mercado persa. No sienta tan mal, piensa una vez lo estrena, y mejor aun está acompañado de aquellos pañuelos que tan caros salieron en cierta tienda parisina y que ahora sirven a su esposa para secarse el sudor de la frente. Confiado de la superioridad que sin duda ostenta sobre el resto de los seres humanos, el marido procura ignorar las miradas furtivas que ahora juegan a posarse sobre aquel cuerpo vendado de pieles. Pronto descubre que nunca antes tantos hombres habían observado a su esposa. Un velo, una gorra... prueba todo sin lograr sacarla del centro de atención. Su hermosura es irremplazable, inalcanzable quizás.Y llegó el día en que tuvo que hacerlo... ya no sabía como frenarla.

(Imagen: Rene Magritte "los amantes")

PARAR EL CRONÓMETRO



A veces el tiempo obliga a tomar a pausas. A veces uno se niega a aceptar que el cronómetro se ha parado y que es momento de repostar. Suelo violar de manera impúdica aquellas etapas destinadas a la reflexión. Quizás por que es precisamente el propio acto de reflexionar quien me lo impide ya que con el tiempo, me he acostumbrado a hacerlo en la carretera. La velocidad es adictiva y la lentitud pegadiza, y a mí siempre me gusto dirigirme a ningún lugar en particular. Como en un personaje de Lawrence Durrel, niebla y destino caminan en mi cogidos de la mano cual amantes en dirección a los desiertos de Alejandría. Si prescindiera de uno de los dos, el futuro se volvería de repente tan diáfano como leve. Sin cortinas no soy nadie. Y si dejase de correr, moriría de cansancio.

(Imagen: Marc Chagall "El descanso del poeta")