viernes, diciembre 19, 2008

Tomás sobre un escenario negro

Estaban los tres personajes en aquella habitación, sencilla: pared negra, espejo, mesa marrón y silla gris. No se miraban entre ellos, sino que observaban a Tomás, sentado en esa silla gris, con sus manos apoyadas en esa mesa marrón y la espalda recostada en esa pared negra. Ellos visten informal, sin atisbo de elegancia, bien podrían ser periodistas, científicos frustrados o encargados en una tienda de combustibles de repuesto. Tomás no, Tomás lleva una camisa blanca: no es su culpa, se trata del protagonista de la obra, o al menos eso es lo que era, antes de que el cronómetro de tinta se parase, antes de que las manillas se le clavaran en los pies. Cada uno de los tres personajes tenía un rol muy marcado ya que Él les había enviado para cumplir dicho rol, y de él no podrían salir ya que si lo hicieran, dejaría de tener sentido aquella habitación, dejarían de tener sentido ellos y hasta Tomás, y como recientemente indicamos, no hay obra sin Tomás, no hay historia sin Tomás. Así pues, primero el de la derecha le dijo algo, un manido discurso que no reproduciremos sino que, a modo de resumen, puede esquematizarse en los siguientes puntos: le rogaba que hablase, que aquella obra era de compromiso social, una causa justa, alimentaría espíritus, concienciaría mentes, salvaría vidas quizás. Le dijo que Él le había creado como idealista, le había dibujado como combativo, justo, un héroe. Pero Tomás seguía callado. ¿En qué pensaba? Eso es algo que ni Él era capaz de dilucidar. Le trazaba, frenéticamente, corrigiendo sus aristas y sin quererlo, afilando sus imperfecciones como personaje, poniendo sonido a su silencio: el sonido de esas otras bocas persuasivas.

Así llegó el turno al segundo hombre. No, le decía, esto no es una obra de compromiso, al revés, Él es un inconformista, un cínico, un pendenciero deseando demostrar al mundo que el cambio climático, la pobreza le importan lo mismo que el devenir del sector lácteo en las regiones del norte de Bielorrusia. Venga, proseguía, tratamos de desmontar hipocresías, desmontar ideologías y tú, tú eres la prolongación de Él, eres un canalla, deja que esos se crean en una obra solidaria. Pero Tomás callaba. Podía ser muchas cosas, muchas personas, pero en aquel momento sólo era un cúmulo de kilos sobre una silla gris, una personalidad disipada sobre un escenario negro, un dique para las palabras que emitían aquellos personajes, para el leve viento que despertaban con sus desgarrados gestos. Y el tercero se le acercó. Estoy contigo, no quiero ser personaje, me rebelo contra Él, porque me niego a ser lo que Él quiere que yo sea, busco la manera de salir de la obra, de desaparecer si es posible, pero de desaparecer siendo yo. Júntate a mí, esta es una obra existencialista, déjales a ellos que se peleen por las causas justas, déjales que les inunde el cinismo. Tú y yo queremos salir de aquí. Y Tomás callaba. Nadie había logrado convencerle. Parecía mirar al espejo, quizás pensase que a través de él no serían 4, sino 8 los personajes, pensó quizás que aquel espejo era un intento desesperado de Él por multiplicar las bocas que se abren y cierran, que emiten palabras y palabras, que sugieren fluidos de vida, conflictos irresolubles. Pronto vio como ellos tres se iban. Vio como quedaba sólo en la habitación, y que al mirar al espejo era ahora doble el silencio. Se sumió en la oscuridad. Telón.

lunes, diciembre 01, 2008

Una mentira

Vente, le había dicho él. Un tipo atractivo, pensaba ella, sin más. Tal vez interesante, sí, pero nada que no hubiera ya conocido. Se le acercó en aquella fiesta, sin reparar en que era ella el centro de todas las miradas, sin reparar en que era ella a la que todos agasajaban con una sospechosa insistencia. Se acercó y, sencillamente, empezó a hablarla. De todo un poco. Estaba allí por el amigo de un amigo, no conocía a nadie, de hecho era de fuera, estaba de visita. Salía a la mañana siguiente. ¿A dónde? Le preguntaba ella una y otra vez, sin hallar más que vagas respuestas que la hacían pensar en un viaje a la deriva, siguiendo la dirección del viento, de las nubes, siguiendo inciertas y contradictorias señales de tráfico. Él no la preguntó nada, o más bien poco. Si lo hubiera hecho, quizás le hubiera escondido la realidad: que a la mañana siguiente partía a Nueva York, con trabajo, piso y seguro de viajes. Que tenía todo ordenado, planeado meses antes, tal vez años, y que ello la llenaba de un inmenso orgullo, pues era aquella la meta que siempre creyó, algún día alcanzaría. Que en su bolsillo derecho tenía el billete de avión, y que por eso se llevaba allí la mano continuamente, como para cerciorarse de que aquello era al fin real. Bebieron y acabaron en una habitación de la casa. Era un buen amante, no excelente, tampoco un primerizo. Siguieron hablando. Ella sentía como el minutero, eterna abstracción, arrancaba lentamente sus palabras, las de él, de su recuerdo para enviarlas quizás al vacío, a la nada, escabulléndose de ella como, a lomos de una ola, huyen hacia el mar las letras dibujadas en la arena. ¿Lo lamentaba? Por supuesto que no, pensaba, aquello era fruto de la nostalgia pasajera que asalta unas horas antes de despedir, para siempre, un rostro bonito.

Luego él se amilanó. Se confesó ante ella. No sabía lo que quería, huía porque no tenía nada, nadie; o más bien, huía porque así se hacía la ilusión de que alguien le perseguiría desde algún lugar. La palabra huir es un eufemismo, le dijo, para huir tiene que haber alguien que desee retenerte. Ella le escuchaba, atenta, juzgando como innecesario el embrujo bajo el que él trataba de subyugarla. Y es que siempre había tenido una capacidad innata, y por lo general odiosa, para llegar al centro de las cosas y caer sobre él certeramente. Sin rodeos, devaneos. Sin mentiras. Cuando se hizo de día él, que aun no sabía nada de ella, le hizo una propuesta: Vente conmigo. Ella lo miró, sonrió, y sin pensarlo demasiado, asintió. Salieron de la casa y se dejó llevar de la mano hasta la estación de autobuses. Él la miraba, y la notaba distante. Por eso la preguntaba una y otra vez si era aquello lo que realmente quería. Entonces ella se giraba, le agarraba fuertemente de la mano y creía que son eso bastaba. Al llegara la caja fueron a pagar cuando, sin querer, un papel se la calló del bolsillo derecho. Él lo recogió y la preguntó que era aquello. Nada, respondió, y a través de un movimiento firme, lo arrojó a la basura. Alguien gritó al otro lado de la estación y ella se sobresaltó por aquel grito, como si fuera una respuesta a su acción. Buscó su origen durante un instante. Sólo durante un instante. Luego él la besó.
- Te quiero, la dijo
- Y yo. Y comprendió al instante, que esa era la mentira que siempre había estado buscando.

viernes, noviembre 28, 2008

Los cuentos de Priscila

Todos los chicos la recordaban porque siempre contaba cuentos. Se dice que dos de ellos, que se conocieron por casualidad en una fiesta, comenzaron a rememorar sus experiencias sentimentales hasta, tras una beoda y amplia conversación, llegaron a la conclusión de que ambos habían salido con ella. Y fue a través de esa anécdota de los relatos gracias a la cual evocaron, al unísono, los rasgos de Priscila. Guapa, sí, pero de una belleza inquietante, ausente. Como si fueran ella por un lado, y la casi perfección de su rostro por otro, complementándose sin llegar a ser uno. En el momento más inesperado, enunciaba ese “te imaginas si…” que era siempre el preludio e otra de sus historias, de tal modo que al recordarla con el tiempo, era casi imposible separar, o tan siquiera distinguir, la suma de experiencias reales por ella relatadas, de esos cuentos en los que su entusiasmo, por lo general bastante amainado, enardecía al son de brillantes palabras recitadas casi de memoria. Cuando se la preguntaba de donde provenían aquellos relatos, ella guardaba silencio. Mencionaba vagamente una antigua relación, no como el origen de todos sus cuentos, sino como el génesis de su capacidad creativa. Y aquello solía inspirar celos a sus parejas, pues era durante sus momentos de éxtasis cuando la figura de Priscila se desprendía de ese aire de impenetrabilidad. Como si sólo fuera accesible en aquellos instantes en los que, ellos sospechaban, el recuerdo del otro se escurría por su lengua en forma de palabras. Cuando terminaba, sus ojos se mantenían fijos en los de su interlocutor durante unos segundos. Quizás esperando respuesta, quizás tratando de encerrar en su silencio miles de palabras a las que no podía ya dar salida, o tal vez intentaba recordar, sencillamente, si aquel relato era en realidad suyo. Después se rodeaba de nuevo de su infranqueable belleza. Y callaba.

lunes, noviembre 17, 2008

Un acto de amor

- Era un tipo pequeño pero robusto. Fuerte. Le gustaba susurrarme al oído cosas sucias mientras me lo hacía. A mi eso me ponía claro, pero también me hacía sentir mal a veces.

El la miraba, buscando en los ojos de ella timidez, dolor, algo que denotase el sufrimiento que la suponía hablar de ello. Pero no encontraba nada. Por eso rastreaba en cada rincón de su cuerpo. En sus rodillas, dobladas, casi rozando con sus genitales; flotando sobre su cabellera negra, en extraña armonía con la noche que les cobijaba, como si ambas fueran dos partes de un todo, conjuradas para hacerle perderse a él, a Miguel, en la insondable oscuridad de sus deseos. Pues sentía que bajo aquel cielo, rodeado de una negrura casi total, permanecía lejos, muy lejos, de si mismo. Y mientras ella continuaba relatándole aquel acto sexual, él la cogía del brazo, deslizaba su mano, sentía su poder sobre él. Lo contemplaba y a la vez lo imaginaba, en otro lugar, como si se tratase de un vigoroso puente de unión entre esta y otras tantas camas por él exploradas minuciosamente. Más reales que el tacto de sus sábanas, de su edredón, más reales que su propia existencia, apenas hipotética, extraída casi al azar de imágenes escanciadas por Lidia en noches como aquella.

- Me arrojaba a la cama. Y luego se ponía sobre mí de nuevo. Pensé que no iba a detenerse nunca.

Por un segundo miró detrás de ella. Pudo ver una botella de agua llena. Y sin saber porqué aquella imagen desvió su atención del cuerpo de Lidia. No de sus palabras. Y mientras continuaba apretando su brazo, imaginó aquella botella reventada, con el agua deslizándose a través de las paredes, desdibujando en el gottelet abruptas e intrincadas autovías para el placer. Luego volvió a mirarla. Y de repente percibió como algo en su tono había cambiado. Seguía con su historia, sí, pero como si de ella apenas fueran rescatables unos pocos retazos y en su conjunto, algo se hubiera quebrado, hubiera languidecido en aquella profunda oscuridad, como si una minúscula luz se hubiera esbozado en algún rincón y él, Miguel, estuviera a punto de percatarse de ello. Desvió definitivamente su mirada de la botella. Saltó sobre Lidia y, sin darla un solo segundo para que sus ojos tiñeran de tristeza aquellos riachuelos que él soñó, acariciaban libidinosamente las paredes y que pronto se posarían en sus mejillas sonrojadas, se lo hizo como tantas otras veces en las que el deseo, cruelmente, escarbaba en su dolor, buscando a través de sus poros, el camino directo hacia esos indescriptibles estallidos de placer. Así Lidia olvidó pronto aquella fallida historia, quizás más real que ninguna otra, pero tan ficticia como todas las demás. Y Miguel vio en ello una manera de reestablecer el equilibrio entre los dos. Una manera de devolverla su cariño a través de un acto de amor.

viernes, noviembre 14, 2008

En el otro fin del mundo

Subían corriendo las escaleras. Eso, lo que quiera que fuese, aun les seguía a través de ese almacén abandonado. Cuando llegaron al cuarto de arriba vieron como la madera del suelo estaba resquebrajada, completamente podrida. Por eso se situaron junto a la puerta, como si en el centro de la habitación el riesgo de que cediese el suelo fuera mayor. Cerraron con pestillo. Martín oía aun las pisadas, entremezclándose de manera violenta con el ruido de cristales que provocaba el viento al golpear contra las ventanas, que se abrían y cerraban como pestañas adormecidas. Miró a Abigail, completamente aterrorizada. Ella no le correspondió, su mirada convulsa rastreaba por la habitación cualquier cosa que la proporcionase pequeños rastrojos de confianza que llevarse a su estómago, adherido al miedo.

Súbitamente, sin él esperarlo, ella le cogió de la mano. La apretó muy fuerte. Hacía tiempo que eso no ocurría, pensó Martín, que durante un instante se olvidó de discernir lo que era choque de cristales de lo que eran pisadas amenazantes, como si la barrera entre lo uno y lo otro la marcase, únicamente, su necesidad de que ella le amase de nuevo. Fue un instante. Abigail le soltó para sentarse en el suelo, apoyándose en la pared sin perder de vista cada rincón de aquel lugar. El se agachó y se situó junto a ella. Sus miradas se cruzaron. La de ella permanecía bañada por el miedo, un miedo tan grande que Martín vio como un gesto de condescendencia hacia él pues, esta vez, ningún reproche malogrado avivaba en ella, tan sólo el desconcierto, la sensación de que nada de lo acaecido hasta el momento en que él oyó los ruidos, tenía importancia alguna.

- ¿Seguro que lo has oído?, le pegunto. Él había empezado a juguetear con dos piedrecitas situadas a su lado. La contestó que sí, mientras se las pasaba de una mano a otra y la miraba, sintiéndola encerrada bajo ese embrujo relajante.

- No te creo, le dijo Abigail. Súbitamente, su mirada había dejado de estar replegada. Y aquellos ojos le despreciaban. Ese odio era aun mayor que cualquier miedo que pudiera atenazarla en aquel instante. Sintió lástima de si mismo. Pero también un profundo rencor que se le entretejía como segunda piel. Quizás hacia ella, quizás hacia aquel viaje que nunca debió haber empezado, o quizás, ante la incapacidad que sentía para no verse insignificante.

- No, pero…Y de repente percibió de nuevo las pisadas. Se acercaban a la puerta. Se puso de pie arrojando al suelo las piedrecitas. Abigail, desconcertada, se levantó con él. La cogió de la mano y corrió con ella hasta la ventana de la habitación, oyendo crujir a sus pies la madera con tal fuerza, que Martín se preguntó por un instante sino era aquel el único ruido de la casa. La puerta chocaba violentamente con su marco. Abrió la ventana y miró hacia fuera, pudiendo ver un tejado formado por tablas de madera que se retorcían, emitían quejidos lamentosos con cada bocanada de aire, como un ejército deshilachado que amaga con desertar. Sentía el peligro a sus espaldas. Por eso dijo a Abigail que saliera. Martín sabía lo que podía ocurrir si ella pisaba aquellas maderas, sabía que la caída era mortal, sabía que no había ningún lugar al que agarrarse de fallar el suelo bajo sus pies. La ayudó sin embargo a pasar al otro lado. Tocó su cuerpo, agarrotado por el miedo, incapaz de responder, incapaz de percibir, ni siquiera, el riesgo que entrañaba salir al tejado. Ella confiaba en él. Por eso su rostro no expresó pánico cuando cayó al vacío. No tuvo tiempo. Su último gesto fue el de desconcierto. Cuando Martín se quiso dar cuenta, ella había caído ya tres pisos más abajo. Y por un momento sintió como si aquella imagen, de alguna manera, ya hubiera sido incrustada en su retina con anterioridad, como si fuera ahora poco más que una vulgar reiteración desangelada, incapaz de hacerle sentir un atisbo de sorpresa.

Corrió hacia la puerta. La abrió y bajó corriendo las escaleras. Dominado por un automatismo casi ceremonioso, llegó hasta el lugar donde se encontraba el cuerpo sin vida de Abigail. Miró a su alrededor. Todo era oscuro. Y de fondo, aun sonaban ruidos de cristales.

jueves, noviembre 13, 2008

En el fin del mundo


El camino hasta allí había sido duro. Y ya sólo quedaba una jornada de viaje. Apoyado en la pared, Martín sentía un indecible pesar: no había sido aquella la aventura que esperaba. Ahora estaban en aquel viejo caserón deshabitado, en el que oían la lluvia caer afuera mientras sufrían ese eterno instante, convertido en infinito tiempo muerto, en que se piensa, erróneamente, que la tormenta comienza a apaciguarse. Abigail jugueteaba con unas piedrecitas que había encontrado apoyadas en una carcomida estantería. Y Martín no podía dejar de contemplar aquella sencilla acción que intuía como la única manera posible de observarla sin que ella, enardecida tras una nueva de sus discusiones, le reprochase su incapacidad para asumir, de una vez por todas, que aquello se hundía. Para mi tampoco es fácil, Martín, pero créeme, cuando no se puede no se puede, le había dicho ella. Y así era, pensaba. Sin duda así era. Y mañana llegarían al Cabo Norte, y atisbando sobre una roca el fin del mundo, recordaría otras vistas iguales, en lugares menos recónditos, más comunes; pensando que quizás sea más fácil ser un nómada del mundo que anidar para siempre en un corazón humano. Y esta vez ni tan siquiera el inescrutable océano le serviría de consuelo.

miércoles, octubre 15, 2008

Se ha equivocado de persona

La primera vez que la llamó, sus dedos temblaban tanto que apenas podían pulsar los botones del teléfono. Luego oyó su voz. “Hola”, dijo. Y de repente se quedó sin palabras. Descubrió que no tenía nada que decirla. Se vio inundado por una profunda sensación de impotencia. No porque no le salieran las palabras, sino porque una vez tomó ella conciencia, difusa, dudosa, de su existencia, él se encontró indefenso, vacío, vulgar, sin la armadura de ensoñaciones que siempre le rodeaban cuando la observaba, disimuladamente, en el vagón tercero del primer metro de la línea 5. Entonces la rozaba con su codo en el brazo desnudo simulando, acto seguido, el pudor inherente a todo contacto físico de carácter imprevisto. Él era ese que se encerraba tras un libro de tapas viejas y que, casi con miradas huérfanas, intentaba depositar en los ojos verdes de ella, como en forma de clave, el genoma completo de su existencia. Era consciente de fracasar en su intento, por eso la emplazaba una mañana tras otra, a compartir de nuevo esa especie de intimidad surcada por el silencio y la resignación. Así cuando vio una vez su número apuntado en la cubierta de su carpeta, se preguntó si era aquel un desliz involuntario o la recompensa a su tenacidad, y no tanto por su insistencia periódica en una inocente proximidad, como por el respeto que creía demostrar hacia ella cada vez que reducía a la mudez una de sus ansiosas miradas. Por eso cuando la chica colgó el teléfono al no oírle decir nada, no pudo evitar pensar que ella no necesitaba de él más que su tímida y silenciosa compañía en el metro. Tal vez ni eso. Y que aquel número había llegado a sus manos gracias a una caprichosa trampa del azar.

Sin embargo al día siguiente, como si de un imperativo autoimpuesto se tratara, volvió a llamarla. De nuevo quedó callado al coger ella el teléfono. Y de nuevo la impotencia le sobrevino al ver como volvía a colgar. Así continuó haciéndolo durante varios días, a lo largo de los cuales la observaba cada mañana apoyada en le cristal, inmutable, preguntándose que le llevaba a él a hacer aquello que hacía. Un día ella no le colgó. Y no descargó sobre el una ristra de improperios como él esperaba, casi con anhelo, que hiciese, sino que, sencillamente, comenzó a hablar, como si fuera su hermana o una amiga quien le llamase y preguntara por el trabajo, sus relaciones, sus gustos y necesidades. Y así supo él como la lavandería que estaba en la esquina de su casa, de la de ella, estaba regida por un tipo que escupía en las aceras, y supo que eso era algo que ella odiaba, y supo también que una vez estuvo con un chico que lo hacía, y que ese fue el motivo de que ella decidiera dejarle apenas a las semanas de conocerle. No pudo evitar sonreír cuando ella le dijo un día que, cierta vez, un tipo la habló en el metro, la dijo que le resultaba muy atractiva, y ella le contestó que gracias, pero que tenía novio y no lo tenía, ciertamente, de hecho por aquella etapa estaba aun superando su ruptura con Gabriel, un antiguo compañero de trabajo a quien conoció en la cola de la fotocopiadora. Y cada conversación, en la que él no articulaba sonido alguno, terminaba con un “bueno, te tengo que dejar, ya hablaremos”.

El era consciente de la comedia en que se veía envuelto, seguro de que era ese el tipo de intimidad que ella deseaba, el máximo al que él podría aspirar. Por eso al verla cada mañana, al no sentirse reconocido, simulaba ante si mismo una especie de amnesia, quizás para excusarla, para desearla de nuevo, para sentirse persona frente a ella, y, a la vez, para no mirarla con compasión, como se mira a una fiera indefensa. Pues ella era, ante todo, una mujer indefensa. Y fue algo que corroboró con el paso de las semanas, una vez acumulaba ya tantos datos de su vida que bien podría ser la suya propia. Y así, sin más, sin saber bien porqué, una noche dejó de llamarla.

Unos días más tarde ella le habló en el vagón 3 de la línea 5. Creo que coincidimos por las mañanas, le dijo. Él la miró fijamente a los ojos por primera vez. La quiso con más fuerza de la que nunca había querido a nadie. Y después sintió lástima. Por todo. Sobre todo por si mismo, pues notó que ella le necesitaba en aquel momento, y que él no podía ya responderla. Su relación, pensó, se había agotado ya.

- No, creo que se ha equivocado de persona, le contestó. Y siguió leyendo.

lunes, octubre 13, 2008

Una clave emocional


Me miraba fijamente, pero no como se mira a un interlocutor. Sus gestos eran excesivos, irritantes por momentos. Sin lograr disiparse en el flujo de palabras que, más que palabras eran recuerdos en forma de letras, como hilvanadas forzosamente en busca de una linealidad inaprensible. Y evocaba frases que allá en un tiempo, a mitad de camino entre el delirio y la memoria, debió pronunciar, quizás con otro tono, quizás de otra forma, quizás con otras palabras. Y creo intuir la certeza que el poseía de este desajuste entre el recuerdo y su reminiscencia, puesto que pronunciaba las frases con un aplomo desmedido, como intentando compensar con él su tergiversación, tal vez su inexistencia. Así, mientras daba a luz a sus experiencias tal y como le gustaría haberlas sentido en el momento de ser vividas, mi padre depositaba en mí un mensaje secreto y confidencial, algo que nunca me entregó, que ahora sé, intentaba ofrecerme en aquel momento: la clave emocional, y no matemática, que daba acceso directo a su corazón.

miércoles, septiembre 10, 2008


Cuando se sienta es como si, súbitamente, las alarmas se despertasen y su cuerpo no fuera suyo sino un triste esbozo, como lastimero, de algún otro cuerpo deseoso de hallar una pausa entre tejido y tejido, entre la parte superior de su ventrículo derecho y el centro mudo e infranqueable de su alma. Y así la observaba, emergiendo con pudor o sumergiéndose temerosa en algo que apenas intuían sus piernas de plastilina azul, su nuca, desnuda y avergonzada, insultantemente teñida de mis miradas. Porque ella no sospecha, o eso creo yo, la impecable maniobra de escapismo que realiza cuando distribuye por el césped, poco a poco, gotitas de lo que ella no es pero querría ser, y logra, con mímesis perfecta, provocar en mí el deseo, la necesidad de ser otro, o de ser todos a la vez -en ocasiones no hayo la diferencia-, pero de ser siempre a su lado. Luego me mira, y sonríe, y me pregunta que es lo que me pasa. Sonrío y digo lo único que puede decirse en ese momento: nada, no me pasa nada.

lunes, septiembre 08, 2008


Los celos, pensó, son un juego que sólo merece la pena practicar en compañía. Por eso cuando la vio salir por la puerta supo que sólo tenía dos opciones: amarla pese a todo, amarla con ceguera crónica, o decir su nombre justo antes de oír el portazo, decir su nombre, como una inmediata revelación, dejarlo hincharse en su boca anegada de sueños primaverales, y, posteriormente, no volver a pronunciarlo jamás. Y mientras sus dedos saltarines imitaban, velados, el lastimoso llanto de Clea, goteando lágrimas de impaciencia se preguntaba si aquel sería el fin o si sería tan sólo un nuevo principio generador de nuevas costumbres que, dañinas o no, se fundirían reinventando, de manera instantánea, lo único que existía de veras en aquel amasijo de mentiras provocadas: la necesidad que tenían el uno del otro.
- Te quiero, dijo. Y supo al menos que ésta era una verdad incontestable.

jueves, septiembre 04, 2008

Cuando crees que te miro...


Una manera de llamar a las casualidades destino es juzgar que nuestra mirada es un compendio de todas las miradas que alguien soñó, esbozó en el metal barnizado de nuestros días. Un instante en el que las palabras son miradas y las miradas, anhelos de intimidad, frustrada, claramente, por la desligadura que se traza, no entre nuestros cuerpos, no entre nuestros pensamientos, siameses de vocación, sino entre nuestra necesidad de amarnos, sin fondo ni forma, y el estrecho cuadro en que apenas puedo vislumbrarte bajo una sonrisa, una insegura sonrisa, que quizás sea tuya por definición, por necesidad. Y así, cuando de entre tus dedos se desliza una sonrisa en mi boca, juzgo como necesario desviar la mirada e intuir la tuya sobre mí, como si en mi ausencia pudieras percibir que mis ojos son como prismas que deforman, que reinventan de manera arbitraria, que homologan burocráticamente mi particular manera de quererte. Es entonces, en el verso descoordinado, asonante por decoro, de nuestra mirada, cuando me intuyo a veces olor a gasolina, chirriante aroma rojo en un vivero de rosas marchitadas.

lunes, agosto 11, 2008

La muerte de Miguel

Su hijo, su primer hijo, había muerto hacía apenas unos meses. Fue, solía pensar él, algo así como un acto de maquinal justicia ejercida en algún gélido tribunal situado en un escalón superior de la escala burocrática que rige las leyes naturales. Miguel se fue como su madre se había ido dos años antes. Y se fue apenas nació Gabriel, como desaparece el último resquicio de una vida que sembró huellas indelebles, sólo aptas para la nostalgia y no para la revisión. Claro que sufrió por ello. Con su muerte, desaparecía todo atisbo de Andrea pues él sospechaba que, por más que se quiera a un hijo, éste no dejará de ser, de algún modo, la prolongación de una mujer a la que amó, y que en su cara, sus gestos, sus movimientos, reside, en cierta parte agazapado, el genoma completo de cualquier romance. Y así pues, cuando el pequeño falleció, justo en el momento en que él vio su vida rehecha, no pudo evitar pensar que Miguel era un regalo entregado por Andrea, dirigido a no dejarle solo en este mundo y que, por ello, al trazar de nuevo la senda de los días felices, se marchaba de vuelta a su seno natural.

Cuando miraba a Gabriel lo hacía desde el dolor que produce siempre buscar sin encontrar rasgos del pasado ideal(izado) en el presente, siempre imperfecto, insuficiente. Sabía, sin dramatizarlo demasiado, que su vida consisitiría, probablemente, en una incansable búsqueda de los rasgos de Miguel, de los rasgos de Andrea, en todo aquello que le rodeaba. Así para ganarse su complicidad, más por costumbre, más por miedo al error que por pereza o apatía, desempolvaba viejas alquimias del corazón. Y las creía nuevas. Quizás, soñando un atisbo de semejanza en la sonrisa de todo bebe, hayase algún día, como respuesta a su limitado abecedario de caricias, un primer momento de felicidad virgen, que siga (¡que debe seguir!), al enésimo segundo, al centésimo primero...

Pero Gabriel, su amado Gabriel, le demuestra cada noche que la felicidad no tiene un solo rostro, que se puede reinventar, aunque requiera estrabismo emocional. Luego gira su pequeño cuello y se echa a dormir.

miércoles, julio 23, 2008

Deshaciendo guiones perfectos


Bajaban en el ascensor y él aprovecho para besarla una vez más, quizás la última. Ella apenas movió sus labios hacia los de Roberto, creía dejarse llevar pensando, incluso, en que tal vez accedería a subir de nuevo hasta el sexto piso para poder así, emborronar el punto quizás final, quizás seguido, que con tanto ahinco desdibujaron en las sábanas. Pero en realidad ella no esperaba nada. Y Roberto,... Roberto era consciente del azar que rige siempre los encuentros fortuitos de dos personas que, con ojos cerrados, desean reconocerse. Y es normal, pensaba, llega un momento en que se es consciente de que la empatía es fruto mayoritariamente de la necesidad y no de una extraña conjura interplanetaria dirigida a unir dos almas paralelas. Por eso sospechaba que en aquella mirada inundada de añoranza prematura yacían ya otros miles de engaños gestados por las ganas de creer en el destino.

Y así, Roberto la acompañó hasta la calle de al lado. Allí pasaban taxis y ella iba a cogerse uno. Los pasos eran ahora lentos, muy distintos de las zancadas con las que pisaron aquellas baldosas unas horas antes. Claro que entonces caminaban livianos, ahora se daban cuenta de lo que cuesta ser uno mismo cuando se ha sido dos durante un tiempo, poco importa minutos o segundos. La vida no entiende de partículas insignificantes. Ella se metió en el coche. Pensó en decirla algo, pero aquella comedia preestablecida sólo permitía un "hasta luego". ¿Salirse del papel?¿Romper las reglas de juego?Eso sólo tiene sentido cuando uno está harto de tragarse gustosamente los faroles. Cuando las promesas de recuerdo se desvanecen en un largo listado telefónico.

El taxi marchó y Roberto reemprendió el camino de vuelta a casa. Realmente tenía la cabeza en blanco. Sonreía, inclusó creía pensar en aquella chica, en el tiempo compartido, pero lo hacía de manera tan vaga que bien podría tratarse de otra exigencia más del guión perfecto de aquella noche de sábado. Sin embargo algo le sacó de su atolondramiento. Un agudo llanto infantil proveniente de detrás de unos árboles situados a su derecha. Se acercó al lugar de donde provenían para encontrarse, ante su total sorpresa, con un recién nacido envuelto en una manta y con un rosario colgado al cuello. Se acercó y le cogió entre sus brazos. Claro que el pequeño no paraba de llorar, por lo que fue corriendo con él hasta donde había dejado a la joven con la intención de llevarle en taxi a un hospital. El primero que pasó no puso demasiados impedimentos en acercarle sin pagar hasta "La Paz", ya que Roberto, al no contar con este imprevisto, llevaba los bolsillos vacíos (si exceptuamos la funda de un preservativo y un par de pesos cubanos).
- Pon su cabeza a la altura de tu hombro y dale palmaditas en la espalda, le sugirió el conductor.

Efectivamente, el bebe dejó de llorar. Le miró la cara, sus ojos cerrados, y sus dedos improvisando líneas rectas sobre su camiseta. El rosario descansaba en uno de los botones rojos de la chaqueta con que estaba vestido. El taxista le hacía preguntas a las cuales el joven apenas podía contestar. No encontraba las palabras. Algo de lo que ocurría, o quizás todo, no le encajaba bien, le producía un insano malestar. En ese momento, Roberto rompió a llorar.

sábado, junio 07, 2008

El nacimiento de Gemma


La ideó y dio a luz con el mayor de los cuidados. Como quien se sabe poseedor, durante unos segundos, de la materialización de un ente abstracto, Alejandro apresaba entre sus dedos algo cercano al concepto de bondad absoluta. Le había costado meses darle forma, retocar sus aristas hasta hacer de las uñas de sus pies pequeñas y redondeadas ramificaciones, del conjunto blanquecino de su alma. Por eso le molestaron especialmente aquellas críticas que tildaban a Nora de personaje hipócrita. Ellos no sabían nada acerca de ella. La intención de Nora no dista mucho de la de una femme fatal. Al abandonar a Marcos, algo que parece ser visto desde un punto de vista misericordioso por parte del autor, se descubre como una egoísta y no como la mujer libre y bondadosa que hasta entonces había aparentado ser, afirmaban.

Alejandro no podía considerar egoismo abandonar a su amante. ¡Era su amante por dios!. Ella opta por volver con su marido haciendo uso de su capacidad de elegir por primera vez: su elección es negarse a ser libre y de por sí, ¿no es ese el gérmen de la libertad, su capacidad de elección?. Era sin duda un personaje redondo, consecuente e inocente y por lo tanto, necesariamente cruel en ocasiones. Nora demuestra su cobardía: no ama a su marido, no ama su vida, no se ama a sí misma. Sólo ama la esclavitud de su alma surcada por los grilletes. Poco importaba que la crítica bendijese la obra si seguía, como hasta ahora, maltratando su finísima recreación del aplomo, la valentía femenina. Cierto es que se exponía a esas lecturas cuando al esbozarla, eludió los medios actuales que tanto éxito le habían dado hasta ahora (en el fondo siempre aborreció esa simplista deconstrucción del ideal femenino proyectado por las sociedades patriarcales y que ahora se vendía como visión moderna de corte feminista). Su Nora fue ideada como una respuesta a todo ello: su gran valor no consistía en fragmentar la visión tradicional (fragmentar significa romper las estructuras manteniendo la base, pensaba Alejandro), sino en aceptarla una vez realizada una elección libre. ¿Cómo podían sugerir, incluso, debilidad en su comportamiento? ¿Cómo podían señalarla ellos, que de nada la conocían, como paradigma de la sumisión clásica?


Si ella escoge volver al hogar es por el miedo a la inseguridad. Cierto. Pero, ¿no es acaso este un motivo como cualquier otro para tomar una decisión?¿No resulta en la sociedad actual, más valiente que la huída a la que tanto estamos acostumbrados?. Tras releer la obra varias veces Alejandro seguía sin entender como alguien podía sacar una interpretación tan poco afinada de la realidad del personaje. Y meditándolo de manera exhaustiva, optó por encarar a Nora frente a un nuevo reto. Ella, en quien tanto confiaba, a la que de manera tan sutil supo encaminar a través de la valiente senda de la autoafirmación, se encontraría ahora, con la inesperada presencia de la amante de su marido. Y así mientras preparaba la obra que limpiaría su imagen de cara a la sociedad, creo el personaje de Gemma. Un debate le asaltó: para demostrar la valía de Nora, ¿con que trazos debería dibujar a su rival?. Quedándose en su superficie, el debate resultaría maniqueísta y en exceso tendencioso, de otro modo, su querido personaje podría quedar algo diluido ante la fuerza de una nueva creación, viva y sensible. Si Gemma tomase formas definidas, correría el riesgo de verla sangrar al pinchar su desdibujado corazón de papel.

Convencido, finalmente, de la necesidad de otorgarla de vida propia, se puso manos a la obra. Primero describió su rostro, menos hermoso pero más sugerente que el de Nora. A ella le aplicaría un rol de perfecta heroína, una sílfide de piedra con labios rojos, demasiado amante de la libertad en sí misma como para elegir libremente alguna vez. Es su presencia, imperturbable, la que cautiva al protagonista. Y su mirada, con ese iris semilla de incertidumbres, fija, ironizando sobre lo que los demás observan y ella apenas se limita a mirar, aquello que considera vulgar por el mero hecho de formar parte inamovible de lo que permanece a la vista de todos. Su primera aparición debería ser, no frente a Nora, si no frente a su marido. Quizás en una cafetería de algún barrio bohemio, o en la estación de tren, cuando el altavoz avisa de la salida del tren que le llevará a casa. Luego comenzarían su relación, poco a poco, siempre supeditada a los caprichos innegociables de Gemma. Y así pasarían los meses. Ella sumiría a aquel hombre en una profunda sensación de incertidumbre ante los vaivenes a los que le somete semana tras semana. ¿Y Nora?...Nora debería resignarse a la decisión que libremente adoptó. Pronto olvidó su rostro, olvidó la antes irremediable atracción de sus dedos sobre la punta del bolígrafo. Pronto Nora fue simplificándose hasta ver reducido su amasijo de inabarcables contradicciones en una puntual decisión gracias a la cual, surgió como de las cenizas, el inalcanzable cuerpo de Gemma.
(Imagen 1 de Maria alias Cartier Bresson. Imagen 2: "Mujer mirando al mar" de Caspar Friedrich)

viernes, mayo 16, 2008

Pasional trifulca casera


Ella entró por la puerta. Sandra no esperaba encontrarle allí. Menos aun regando los geranios. Y aquella cara de confusión se torno en inesperado gesto de terror a los ojos de Leo. La dirigió una mirada que fue mirada tan sólo por definición: más bien era una torpe manera de increpar a los cuatro vientos el odio que la profesaba. Aquellos ojos no buscaban a Sandra, escarbaban túneles de aluminio en su alma, anhelaban descubrir sus secretos y quizás la odiaban, no tanto por su imposibilidad de hallarlos como por la vacía realidad de su inexistencia. Finalmente el silencio calló dando paso al interrogatorio. Donde había estado, con quien, haciendo que. Sus inocentes respuestas eran concisas, se diría que incluso sinceras. Pero Leo no podía dejar de observar sus manos. Los dedos ocultaban sus yemas torciéndose hasta que, súbitamente, se extendían, tanto que parecían querer expandirse, no sólo hasta descubrir su secreto, posiblemente colocado en la palma de la mano, sino hasta saciar sus anhelos de libertad, como si en ella encontrasen una especie de placer onírico. Dedos juguetones, invadidos por el morboso deseo de desvelar infinidad de engaños, invadidos de la necesidad de abrir, como si fuera una cremallera, el paisaje interior de Sandra, siempre ceñido al estrecho marco violáceo trazado por Leo.

“Últimamente no confías en mí, ¿acaso te di motivos para ello?”, le preguntó. Él la miraba, silencioso, como un voyeur que se ha colado en el set de rodaje de una tragedia clásica. Y fue su mano, no la de ella, la que volcó mediante un torpe movimiento, la pequeña regadera, aun llena de agua. “¿Qué debo hacer para que no dudes?”. El agua llegó hasta los pies de Sandra, formando un pequeño riachuelo que se confundía con el blanco suelo de porcelana. La discusión había acabado. Las manos de ella descansaban ahora en sus muslos, exhaustas, como deshaciéndose de restos impuros con los que habían sido obligadas a cargar. Leo se agachó y secó el suelo con un poco de papel. Alcanzó a limpiar hasta los pies desnudos de Sandra, que, mitad por despiste, mitad por desgana, no había reparado en aquel riachuelo que llegaba hasta ella. Huyendo de las palabras, o quizás por miedo a no encontrarlas, ella se retiró, humillada, a su cuarto mientras él terminaba de arreglar los desarreglos producidos por aquella pasional trifulca casera.

miércoles, abril 16, 2008

Un encuentro inesperado


Al torcer la esquina, sumido en una profunda meditación acerca de si el rojo o el verde pegan bien con el cabello castaño de Paula, Alberto se encontró, siete años después, con aquella chica, la más amada de cuantas había poseído, la más hermosa de cuantas besó, y que ahora, no era mujer sino hombre. Al verla, pensó en que jamás se le habría ocurrido que unos rasgos tan femeninos pudiesen, de alguna manera, encajar de un modo tan perfecto en el rostro de un efebo. Mara era ahora un varón de rasgos finos, mejillas hundidas e inquietantes ojos rasgados.

La conversación fue breve y vacía. Creo que no puedo encontrar en ella a alguien reconocible, pensó Alberto, sencillamente somos dos deconocidos. Tan sólo persisitía esa tendencia que siempre tuvo ella de juguetear con sus manos al hablar, como si el secreto de sus palabras se dibujase en el tímido movimiento de sus dedos. Alberto pensó, durante unos segundos, en reconstruír todo su ser a través de este pequeño tick nervioso. Reconoció al instante el lunar que ella tenía en el envés de su mano derecha. También alcanzó a reconocer ese "ya sabes" con el que conclía muchas de sus frases, ahoras esbozadas con una voz ligeramente grave. Y se acabó. Cuando se quiso dar cuenta no tenían más cosas que decirse. Mara había muerto y él,... él quizás no hubiera cambiado de sexo pero sí de piel. La dio dos besos y siguió su camino. Sonrió sin saber muy bien porqué. Dos esquinas más adelante pensaba de nuevo en colores. Finalmente optó por el verde.
(Agradezco a Maria la cesión de otra más de sus fotos)

miércoles, enero 16, 2008

Carlo en busca de su paisaje perfecto



Carlo es enmarcador. A él llegan lienzos de grandes coleccionistas, humildes pintores amateur y madres orgullosas. Su trabajo le resulta sencillo. Presume de él y le atribuye, con bastante frecuencia, connotaciones artísticas. Es la continuación de la idea de su creador, defiende ante aquellos que juzgan su afirmación con cierto escepticismo. Así fue como conoció a Laura: en mitad de una de sus arengas que tan estudiadas tenía con antelación. Al observar como una joven pelirroja de bastante buen ver reparaba en su discurso incongruente, decidió que era el momento idóneo para aparentar nerviosismo, tartamudear y mirarla con el rabillo del ojo. Temió que aquella escena no la gustase, que prefiriese el efecto mullido que provocaban sus palabras, por más vacías que fueran. No ocurrió así, y aquella misma noche, tras forzar con estricta rigurosidad las ceremonias previas, la besó hasta difuminar los colores de su piel. Congeló aquel momento, decidió disfrutarlo por etapas, postergando el placer para otras tantas noches en que haría solo el camino a casa.

Aquello coincidió con la llegada al estudio del mejor de la mejor de las pinturas que jamás había tenido el privilegio de enmarcar. Se trataba de un cuadro que guardaba semejanzas con los lienzos de su adorado Turner. El sol ahogaba el paisaje con el tomo ocre de sus rayos, y en la parte inferior, una pequeña barca navegaba por las aguas, dibujando a su paso el surco blanquecino de la espuma. Sin duda un gran trabajo, pensó. El marco debería acompañar a la imagen de una manera discreta, nadie debería reparar en él. No era una tarea sencilla: la extrema sobriedad resulta incómoda, y el menor de los ornamentos, ampuloso. El cuadro debía traspasar el lienzo, atraer la mirada hasta sugerir al alma.

También recuerda Carlo como, en pleno proceso creativo, recibió la inesperada que no indeseada llamada de Laura. La recordó en ese momento, si es que no la había recordado veces desde aquel día, con esa mirada esquiva y el ligero tono bronceado de su cuello que bebía, tímidamente, del perfume verde de sus ojos. La imaginó de nuevo, una y otra vez. Y cuando la vió, allí, al fondo de la calle, bajo la invisible capa de pintura que el viento dibujaba entre ellos, no pudo menos que sentir una leve decepción. La sensación duró poco, justo lo que tardaron en darse los saludos de protocolo. Cuando la conversación comenzó a fluír y las palabras, a mezclarse sin decolorar los tonos del paisaje en que se movían. Carlo disfrutaba con aquella situación, pese a que veía como, en ciertas ocasiones, sus palabras desteñían al son que marcaba el paso acelerado, demasiado acelerado, de Laura- ¿Cómo pudo cuestionar su belleza durante un solo segundo?. Sus labios a medio cerrar, inexpresivos, sembrando dudas sobre la correcta colocación de las frases que él la dedicaba. Y sus cabellos, escondiendo el preciado tesoro de su mirada, apenas intuible como el rostro de una mujer dibujado con acuarla. Carlo la observaba cegado por su luz. Y en unas viejas escaleras, armado de valor y con el sol aun haciendo estragos en algunos pocos edificios sonámbulos, la dio el más ansiado de sus besos. Por un momento se preguntó, más orgulloso que feliz, como sería el marco ideal para aquella perfecta escena de calle.

(Imagen: Joseph Turner "Barco aproximándose a la costa)