miércoles, enero 16, 2008

Carlo en busca de su paisaje perfecto



Carlo es enmarcador. A él llegan lienzos de grandes coleccionistas, humildes pintores amateur y madres orgullosas. Su trabajo le resulta sencillo. Presume de él y le atribuye, con bastante frecuencia, connotaciones artísticas. Es la continuación de la idea de su creador, defiende ante aquellos que juzgan su afirmación con cierto escepticismo. Así fue como conoció a Laura: en mitad de una de sus arengas que tan estudiadas tenía con antelación. Al observar como una joven pelirroja de bastante buen ver reparaba en su discurso incongruente, decidió que era el momento idóneo para aparentar nerviosismo, tartamudear y mirarla con el rabillo del ojo. Temió que aquella escena no la gustase, que prefiriese el efecto mullido que provocaban sus palabras, por más vacías que fueran. No ocurrió así, y aquella misma noche, tras forzar con estricta rigurosidad las ceremonias previas, la besó hasta difuminar los colores de su piel. Congeló aquel momento, decidió disfrutarlo por etapas, postergando el placer para otras tantas noches en que haría solo el camino a casa.

Aquello coincidió con la llegada al estudio del mejor de la mejor de las pinturas que jamás había tenido el privilegio de enmarcar. Se trataba de un cuadro que guardaba semejanzas con los lienzos de su adorado Turner. El sol ahogaba el paisaje con el tomo ocre de sus rayos, y en la parte inferior, una pequeña barca navegaba por las aguas, dibujando a su paso el surco blanquecino de la espuma. Sin duda un gran trabajo, pensó. El marco debería acompañar a la imagen de una manera discreta, nadie debería reparar en él. No era una tarea sencilla: la extrema sobriedad resulta incómoda, y el menor de los ornamentos, ampuloso. El cuadro debía traspasar el lienzo, atraer la mirada hasta sugerir al alma.

También recuerda Carlo como, en pleno proceso creativo, recibió la inesperada que no indeseada llamada de Laura. La recordó en ese momento, si es que no la había recordado veces desde aquel día, con esa mirada esquiva y el ligero tono bronceado de su cuello que bebía, tímidamente, del perfume verde de sus ojos. La imaginó de nuevo, una y otra vez. Y cuando la vió, allí, al fondo de la calle, bajo la invisible capa de pintura que el viento dibujaba entre ellos, no pudo menos que sentir una leve decepción. La sensación duró poco, justo lo que tardaron en darse los saludos de protocolo. Cuando la conversación comenzó a fluír y las palabras, a mezclarse sin decolorar los tonos del paisaje en que se movían. Carlo disfrutaba con aquella situación, pese a que veía como, en ciertas ocasiones, sus palabras desteñían al son que marcaba el paso acelerado, demasiado acelerado, de Laura- ¿Cómo pudo cuestionar su belleza durante un solo segundo?. Sus labios a medio cerrar, inexpresivos, sembrando dudas sobre la correcta colocación de las frases que él la dedicaba. Y sus cabellos, escondiendo el preciado tesoro de su mirada, apenas intuible como el rostro de una mujer dibujado con acuarla. Carlo la observaba cegado por su luz. Y en unas viejas escaleras, armado de valor y con el sol aun haciendo estragos en algunos pocos edificios sonámbulos, la dio el más ansiado de sus besos. Por un momento se preguntó, más orgulloso que feliz, como sería el marco ideal para aquella perfecta escena de calle.

(Imagen: Joseph Turner "Barco aproximándose a la costa)