lunes, agosto 11, 2008

La muerte de Miguel

Su hijo, su primer hijo, había muerto hacía apenas unos meses. Fue, solía pensar él, algo así como un acto de maquinal justicia ejercida en algún gélido tribunal situado en un escalón superior de la escala burocrática que rige las leyes naturales. Miguel se fue como su madre se había ido dos años antes. Y se fue apenas nació Gabriel, como desaparece el último resquicio de una vida que sembró huellas indelebles, sólo aptas para la nostalgia y no para la revisión. Claro que sufrió por ello. Con su muerte, desaparecía todo atisbo de Andrea pues él sospechaba que, por más que se quiera a un hijo, éste no dejará de ser, de algún modo, la prolongación de una mujer a la que amó, y que en su cara, sus gestos, sus movimientos, reside, en cierta parte agazapado, el genoma completo de cualquier romance. Y así pues, cuando el pequeño falleció, justo en el momento en que él vio su vida rehecha, no pudo evitar pensar que Miguel era un regalo entregado por Andrea, dirigido a no dejarle solo en este mundo y que, por ello, al trazar de nuevo la senda de los días felices, se marchaba de vuelta a su seno natural.

Cuando miraba a Gabriel lo hacía desde el dolor que produce siempre buscar sin encontrar rasgos del pasado ideal(izado) en el presente, siempre imperfecto, insuficiente. Sabía, sin dramatizarlo demasiado, que su vida consisitiría, probablemente, en una incansable búsqueda de los rasgos de Miguel, de los rasgos de Andrea, en todo aquello que le rodeaba. Así para ganarse su complicidad, más por costumbre, más por miedo al error que por pereza o apatía, desempolvaba viejas alquimias del corazón. Y las creía nuevas. Quizás, soñando un atisbo de semejanza en la sonrisa de todo bebe, hayase algún día, como respuesta a su limitado abecedario de caricias, un primer momento de felicidad virgen, que siga (¡que debe seguir!), al enésimo segundo, al centésimo primero...

Pero Gabriel, su amado Gabriel, le demuestra cada noche que la felicidad no tiene un solo rostro, que se puede reinventar, aunque requiera estrabismo emocional. Luego gira su pequeño cuello y se echa a dormir.