miércoles, octubre 15, 2008

Se ha equivocado de persona

La primera vez que la llamó, sus dedos temblaban tanto que apenas podían pulsar los botones del teléfono. Luego oyó su voz. “Hola”, dijo. Y de repente se quedó sin palabras. Descubrió que no tenía nada que decirla. Se vio inundado por una profunda sensación de impotencia. No porque no le salieran las palabras, sino porque una vez tomó ella conciencia, difusa, dudosa, de su existencia, él se encontró indefenso, vacío, vulgar, sin la armadura de ensoñaciones que siempre le rodeaban cuando la observaba, disimuladamente, en el vagón tercero del primer metro de la línea 5. Entonces la rozaba con su codo en el brazo desnudo simulando, acto seguido, el pudor inherente a todo contacto físico de carácter imprevisto. Él era ese que se encerraba tras un libro de tapas viejas y que, casi con miradas huérfanas, intentaba depositar en los ojos verdes de ella, como en forma de clave, el genoma completo de su existencia. Era consciente de fracasar en su intento, por eso la emplazaba una mañana tras otra, a compartir de nuevo esa especie de intimidad surcada por el silencio y la resignación. Así cuando vio una vez su número apuntado en la cubierta de su carpeta, se preguntó si era aquel un desliz involuntario o la recompensa a su tenacidad, y no tanto por su insistencia periódica en una inocente proximidad, como por el respeto que creía demostrar hacia ella cada vez que reducía a la mudez una de sus ansiosas miradas. Por eso cuando la chica colgó el teléfono al no oírle decir nada, no pudo evitar pensar que ella no necesitaba de él más que su tímida y silenciosa compañía en el metro. Tal vez ni eso. Y que aquel número había llegado a sus manos gracias a una caprichosa trampa del azar.

Sin embargo al día siguiente, como si de un imperativo autoimpuesto se tratara, volvió a llamarla. De nuevo quedó callado al coger ella el teléfono. Y de nuevo la impotencia le sobrevino al ver como volvía a colgar. Así continuó haciéndolo durante varios días, a lo largo de los cuales la observaba cada mañana apoyada en le cristal, inmutable, preguntándose que le llevaba a él a hacer aquello que hacía. Un día ella no le colgó. Y no descargó sobre el una ristra de improperios como él esperaba, casi con anhelo, que hiciese, sino que, sencillamente, comenzó a hablar, como si fuera su hermana o una amiga quien le llamase y preguntara por el trabajo, sus relaciones, sus gustos y necesidades. Y así supo él como la lavandería que estaba en la esquina de su casa, de la de ella, estaba regida por un tipo que escupía en las aceras, y supo que eso era algo que ella odiaba, y supo también que una vez estuvo con un chico que lo hacía, y que ese fue el motivo de que ella decidiera dejarle apenas a las semanas de conocerle. No pudo evitar sonreír cuando ella le dijo un día que, cierta vez, un tipo la habló en el metro, la dijo que le resultaba muy atractiva, y ella le contestó que gracias, pero que tenía novio y no lo tenía, ciertamente, de hecho por aquella etapa estaba aun superando su ruptura con Gabriel, un antiguo compañero de trabajo a quien conoció en la cola de la fotocopiadora. Y cada conversación, en la que él no articulaba sonido alguno, terminaba con un “bueno, te tengo que dejar, ya hablaremos”.

El era consciente de la comedia en que se veía envuelto, seguro de que era ese el tipo de intimidad que ella deseaba, el máximo al que él podría aspirar. Por eso al verla cada mañana, al no sentirse reconocido, simulaba ante si mismo una especie de amnesia, quizás para excusarla, para desearla de nuevo, para sentirse persona frente a ella, y, a la vez, para no mirarla con compasión, como se mira a una fiera indefensa. Pues ella era, ante todo, una mujer indefensa. Y fue algo que corroboró con el paso de las semanas, una vez acumulaba ya tantos datos de su vida que bien podría ser la suya propia. Y así, sin más, sin saber bien porqué, una noche dejó de llamarla.

Unos días más tarde ella le habló en el vagón 3 de la línea 5. Creo que coincidimos por las mañanas, le dijo. Él la miró fijamente a los ojos por primera vez. La quiso con más fuerza de la que nunca había querido a nadie. Y después sintió lástima. Por todo. Sobre todo por si mismo, pues notó que ella le necesitaba en aquel momento, y que él no podía ya responderla. Su relación, pensó, se había agotado ya.

- No, creo que se ha equivocado de persona, le contestó. Y siguió leyendo.

lunes, octubre 13, 2008

Una clave emocional


Me miraba fijamente, pero no como se mira a un interlocutor. Sus gestos eran excesivos, irritantes por momentos. Sin lograr disiparse en el flujo de palabras que, más que palabras eran recuerdos en forma de letras, como hilvanadas forzosamente en busca de una linealidad inaprensible. Y evocaba frases que allá en un tiempo, a mitad de camino entre el delirio y la memoria, debió pronunciar, quizás con otro tono, quizás de otra forma, quizás con otras palabras. Y creo intuir la certeza que el poseía de este desajuste entre el recuerdo y su reminiscencia, puesto que pronunciaba las frases con un aplomo desmedido, como intentando compensar con él su tergiversación, tal vez su inexistencia. Así, mientras daba a luz a sus experiencias tal y como le gustaría haberlas sentido en el momento de ser vividas, mi padre depositaba en mí un mensaje secreto y confidencial, algo que nunca me entregó, que ahora sé, intentaba ofrecerme en aquel momento: la clave emocional, y no matemática, que daba acceso directo a su corazón.