viernes, diciembre 19, 2008

Tomás sobre un escenario negro

Estaban los tres personajes en aquella habitación, sencilla: pared negra, espejo, mesa marrón y silla gris. No se miraban entre ellos, sino que observaban a Tomás, sentado en esa silla gris, con sus manos apoyadas en esa mesa marrón y la espalda recostada en esa pared negra. Ellos visten informal, sin atisbo de elegancia, bien podrían ser periodistas, científicos frustrados o encargados en una tienda de combustibles de repuesto. Tomás no, Tomás lleva una camisa blanca: no es su culpa, se trata del protagonista de la obra, o al menos eso es lo que era, antes de que el cronómetro de tinta se parase, antes de que las manillas se le clavaran en los pies. Cada uno de los tres personajes tenía un rol muy marcado ya que Él les había enviado para cumplir dicho rol, y de él no podrían salir ya que si lo hicieran, dejaría de tener sentido aquella habitación, dejarían de tener sentido ellos y hasta Tomás, y como recientemente indicamos, no hay obra sin Tomás, no hay historia sin Tomás. Así pues, primero el de la derecha le dijo algo, un manido discurso que no reproduciremos sino que, a modo de resumen, puede esquematizarse en los siguientes puntos: le rogaba que hablase, que aquella obra era de compromiso social, una causa justa, alimentaría espíritus, concienciaría mentes, salvaría vidas quizás. Le dijo que Él le había creado como idealista, le había dibujado como combativo, justo, un héroe. Pero Tomás seguía callado. ¿En qué pensaba? Eso es algo que ni Él era capaz de dilucidar. Le trazaba, frenéticamente, corrigiendo sus aristas y sin quererlo, afilando sus imperfecciones como personaje, poniendo sonido a su silencio: el sonido de esas otras bocas persuasivas.

Así llegó el turno al segundo hombre. No, le decía, esto no es una obra de compromiso, al revés, Él es un inconformista, un cínico, un pendenciero deseando demostrar al mundo que el cambio climático, la pobreza le importan lo mismo que el devenir del sector lácteo en las regiones del norte de Bielorrusia. Venga, proseguía, tratamos de desmontar hipocresías, desmontar ideologías y tú, tú eres la prolongación de Él, eres un canalla, deja que esos se crean en una obra solidaria. Pero Tomás callaba. Podía ser muchas cosas, muchas personas, pero en aquel momento sólo era un cúmulo de kilos sobre una silla gris, una personalidad disipada sobre un escenario negro, un dique para las palabras que emitían aquellos personajes, para el leve viento que despertaban con sus desgarrados gestos. Y el tercero se le acercó. Estoy contigo, no quiero ser personaje, me rebelo contra Él, porque me niego a ser lo que Él quiere que yo sea, busco la manera de salir de la obra, de desaparecer si es posible, pero de desaparecer siendo yo. Júntate a mí, esta es una obra existencialista, déjales a ellos que se peleen por las causas justas, déjales que les inunde el cinismo. Tú y yo queremos salir de aquí. Y Tomás callaba. Nadie había logrado convencerle. Parecía mirar al espejo, quizás pensase que a través de él no serían 4, sino 8 los personajes, pensó quizás que aquel espejo era un intento desesperado de Él por multiplicar las bocas que se abren y cierran, que emiten palabras y palabras, que sugieren fluidos de vida, conflictos irresolubles. Pronto vio como ellos tres se iban. Vio como quedaba sólo en la habitación, y que al mirar al espejo era ahora doble el silencio. Se sumió en la oscuridad. Telón.

lunes, diciembre 01, 2008

Una mentira

Vente, le había dicho él. Un tipo atractivo, pensaba ella, sin más. Tal vez interesante, sí, pero nada que no hubiera ya conocido. Se le acercó en aquella fiesta, sin reparar en que era ella el centro de todas las miradas, sin reparar en que era ella a la que todos agasajaban con una sospechosa insistencia. Se acercó y, sencillamente, empezó a hablarla. De todo un poco. Estaba allí por el amigo de un amigo, no conocía a nadie, de hecho era de fuera, estaba de visita. Salía a la mañana siguiente. ¿A dónde? Le preguntaba ella una y otra vez, sin hallar más que vagas respuestas que la hacían pensar en un viaje a la deriva, siguiendo la dirección del viento, de las nubes, siguiendo inciertas y contradictorias señales de tráfico. Él no la preguntó nada, o más bien poco. Si lo hubiera hecho, quizás le hubiera escondido la realidad: que a la mañana siguiente partía a Nueva York, con trabajo, piso y seguro de viajes. Que tenía todo ordenado, planeado meses antes, tal vez años, y que ello la llenaba de un inmenso orgullo, pues era aquella la meta que siempre creyó, algún día alcanzaría. Que en su bolsillo derecho tenía el billete de avión, y que por eso se llevaba allí la mano continuamente, como para cerciorarse de que aquello era al fin real. Bebieron y acabaron en una habitación de la casa. Era un buen amante, no excelente, tampoco un primerizo. Siguieron hablando. Ella sentía como el minutero, eterna abstracción, arrancaba lentamente sus palabras, las de él, de su recuerdo para enviarlas quizás al vacío, a la nada, escabulléndose de ella como, a lomos de una ola, huyen hacia el mar las letras dibujadas en la arena. ¿Lo lamentaba? Por supuesto que no, pensaba, aquello era fruto de la nostalgia pasajera que asalta unas horas antes de despedir, para siempre, un rostro bonito.

Luego él se amilanó. Se confesó ante ella. No sabía lo que quería, huía porque no tenía nada, nadie; o más bien, huía porque así se hacía la ilusión de que alguien le perseguiría desde algún lugar. La palabra huir es un eufemismo, le dijo, para huir tiene que haber alguien que desee retenerte. Ella le escuchaba, atenta, juzgando como innecesario el embrujo bajo el que él trataba de subyugarla. Y es que siempre había tenido una capacidad innata, y por lo general odiosa, para llegar al centro de las cosas y caer sobre él certeramente. Sin rodeos, devaneos. Sin mentiras. Cuando se hizo de día él, que aun no sabía nada de ella, le hizo una propuesta: Vente conmigo. Ella lo miró, sonrió, y sin pensarlo demasiado, asintió. Salieron de la casa y se dejó llevar de la mano hasta la estación de autobuses. Él la miraba, y la notaba distante. Por eso la preguntaba una y otra vez si era aquello lo que realmente quería. Entonces ella se giraba, le agarraba fuertemente de la mano y creía que son eso bastaba. Al llegara la caja fueron a pagar cuando, sin querer, un papel se la calló del bolsillo derecho. Él lo recogió y la preguntó que era aquello. Nada, respondió, y a través de un movimiento firme, lo arrojó a la basura. Alguien gritó al otro lado de la estación y ella se sobresaltó por aquel grito, como si fuera una respuesta a su acción. Buscó su origen durante un instante. Sólo durante un instante. Luego él la besó.
- Te quiero, la dijo
- Y yo. Y comprendió al instante, que esa era la mentira que siempre había estado buscando.