viernes, mayo 16, 2008

Pasional trifulca casera


Ella entró por la puerta. Sandra no esperaba encontrarle allí. Menos aun regando los geranios. Y aquella cara de confusión se torno en inesperado gesto de terror a los ojos de Leo. La dirigió una mirada que fue mirada tan sólo por definición: más bien era una torpe manera de increpar a los cuatro vientos el odio que la profesaba. Aquellos ojos no buscaban a Sandra, escarbaban túneles de aluminio en su alma, anhelaban descubrir sus secretos y quizás la odiaban, no tanto por su imposibilidad de hallarlos como por la vacía realidad de su inexistencia. Finalmente el silencio calló dando paso al interrogatorio. Donde había estado, con quien, haciendo que. Sus inocentes respuestas eran concisas, se diría que incluso sinceras. Pero Leo no podía dejar de observar sus manos. Los dedos ocultaban sus yemas torciéndose hasta que, súbitamente, se extendían, tanto que parecían querer expandirse, no sólo hasta descubrir su secreto, posiblemente colocado en la palma de la mano, sino hasta saciar sus anhelos de libertad, como si en ella encontrasen una especie de placer onírico. Dedos juguetones, invadidos por el morboso deseo de desvelar infinidad de engaños, invadidos de la necesidad de abrir, como si fuera una cremallera, el paisaje interior de Sandra, siempre ceñido al estrecho marco violáceo trazado por Leo.

“Últimamente no confías en mí, ¿acaso te di motivos para ello?”, le preguntó. Él la miraba, silencioso, como un voyeur que se ha colado en el set de rodaje de una tragedia clásica. Y fue su mano, no la de ella, la que volcó mediante un torpe movimiento, la pequeña regadera, aun llena de agua. “¿Qué debo hacer para que no dudes?”. El agua llegó hasta los pies de Sandra, formando un pequeño riachuelo que se confundía con el blanco suelo de porcelana. La discusión había acabado. Las manos de ella descansaban ahora en sus muslos, exhaustas, como deshaciéndose de restos impuros con los que habían sido obligadas a cargar. Leo se agachó y secó el suelo con un poco de papel. Alcanzó a limpiar hasta los pies desnudos de Sandra, que, mitad por despiste, mitad por desgana, no había reparado en aquel riachuelo que llegaba hasta ella. Huyendo de las palabras, o quizás por miedo a no encontrarlas, ella se retiró, humillada, a su cuarto mientras él terminaba de arreglar los desarreglos producidos por aquella pasional trifulca casera.