viernes, noviembre 28, 2008

Los cuentos de Priscila

Todos los chicos la recordaban porque siempre contaba cuentos. Se dice que dos de ellos, que se conocieron por casualidad en una fiesta, comenzaron a rememorar sus experiencias sentimentales hasta, tras una beoda y amplia conversación, llegaron a la conclusión de que ambos habían salido con ella. Y fue a través de esa anécdota de los relatos gracias a la cual evocaron, al unísono, los rasgos de Priscila. Guapa, sí, pero de una belleza inquietante, ausente. Como si fueran ella por un lado, y la casi perfección de su rostro por otro, complementándose sin llegar a ser uno. En el momento más inesperado, enunciaba ese “te imaginas si…” que era siempre el preludio e otra de sus historias, de tal modo que al recordarla con el tiempo, era casi imposible separar, o tan siquiera distinguir, la suma de experiencias reales por ella relatadas, de esos cuentos en los que su entusiasmo, por lo general bastante amainado, enardecía al son de brillantes palabras recitadas casi de memoria. Cuando se la preguntaba de donde provenían aquellos relatos, ella guardaba silencio. Mencionaba vagamente una antigua relación, no como el origen de todos sus cuentos, sino como el génesis de su capacidad creativa. Y aquello solía inspirar celos a sus parejas, pues era durante sus momentos de éxtasis cuando la figura de Priscila se desprendía de ese aire de impenetrabilidad. Como si sólo fuera accesible en aquellos instantes en los que, ellos sospechaban, el recuerdo del otro se escurría por su lengua en forma de palabras. Cuando terminaba, sus ojos se mantenían fijos en los de su interlocutor durante unos segundos. Quizás esperando respuesta, quizás tratando de encerrar en su silencio miles de palabras a las que no podía ya dar salida, o tal vez intentaba recordar, sencillamente, si aquel relato era en realidad suyo. Después se rodeaba de nuevo de su infranqueable belleza. Y callaba.

lunes, noviembre 17, 2008

Un acto de amor

- Era un tipo pequeño pero robusto. Fuerte. Le gustaba susurrarme al oído cosas sucias mientras me lo hacía. A mi eso me ponía claro, pero también me hacía sentir mal a veces.

El la miraba, buscando en los ojos de ella timidez, dolor, algo que denotase el sufrimiento que la suponía hablar de ello. Pero no encontraba nada. Por eso rastreaba en cada rincón de su cuerpo. En sus rodillas, dobladas, casi rozando con sus genitales; flotando sobre su cabellera negra, en extraña armonía con la noche que les cobijaba, como si ambas fueran dos partes de un todo, conjuradas para hacerle perderse a él, a Miguel, en la insondable oscuridad de sus deseos. Pues sentía que bajo aquel cielo, rodeado de una negrura casi total, permanecía lejos, muy lejos, de si mismo. Y mientras ella continuaba relatándole aquel acto sexual, él la cogía del brazo, deslizaba su mano, sentía su poder sobre él. Lo contemplaba y a la vez lo imaginaba, en otro lugar, como si se tratase de un vigoroso puente de unión entre esta y otras tantas camas por él exploradas minuciosamente. Más reales que el tacto de sus sábanas, de su edredón, más reales que su propia existencia, apenas hipotética, extraída casi al azar de imágenes escanciadas por Lidia en noches como aquella.

- Me arrojaba a la cama. Y luego se ponía sobre mí de nuevo. Pensé que no iba a detenerse nunca.

Por un segundo miró detrás de ella. Pudo ver una botella de agua llena. Y sin saber porqué aquella imagen desvió su atención del cuerpo de Lidia. No de sus palabras. Y mientras continuaba apretando su brazo, imaginó aquella botella reventada, con el agua deslizándose a través de las paredes, desdibujando en el gottelet abruptas e intrincadas autovías para el placer. Luego volvió a mirarla. Y de repente percibió como algo en su tono había cambiado. Seguía con su historia, sí, pero como si de ella apenas fueran rescatables unos pocos retazos y en su conjunto, algo se hubiera quebrado, hubiera languidecido en aquella profunda oscuridad, como si una minúscula luz se hubiera esbozado en algún rincón y él, Miguel, estuviera a punto de percatarse de ello. Desvió definitivamente su mirada de la botella. Saltó sobre Lidia y, sin darla un solo segundo para que sus ojos tiñeran de tristeza aquellos riachuelos que él soñó, acariciaban libidinosamente las paredes y que pronto se posarían en sus mejillas sonrojadas, se lo hizo como tantas otras veces en las que el deseo, cruelmente, escarbaba en su dolor, buscando a través de sus poros, el camino directo hacia esos indescriptibles estallidos de placer. Así Lidia olvidó pronto aquella fallida historia, quizás más real que ninguna otra, pero tan ficticia como todas las demás. Y Miguel vio en ello una manera de reestablecer el equilibrio entre los dos. Una manera de devolverla su cariño a través de un acto de amor.

viernes, noviembre 14, 2008

En el otro fin del mundo

Subían corriendo las escaleras. Eso, lo que quiera que fuese, aun les seguía a través de ese almacén abandonado. Cuando llegaron al cuarto de arriba vieron como la madera del suelo estaba resquebrajada, completamente podrida. Por eso se situaron junto a la puerta, como si en el centro de la habitación el riesgo de que cediese el suelo fuera mayor. Cerraron con pestillo. Martín oía aun las pisadas, entremezclándose de manera violenta con el ruido de cristales que provocaba el viento al golpear contra las ventanas, que se abrían y cerraban como pestañas adormecidas. Miró a Abigail, completamente aterrorizada. Ella no le correspondió, su mirada convulsa rastreaba por la habitación cualquier cosa que la proporcionase pequeños rastrojos de confianza que llevarse a su estómago, adherido al miedo.

Súbitamente, sin él esperarlo, ella le cogió de la mano. La apretó muy fuerte. Hacía tiempo que eso no ocurría, pensó Martín, que durante un instante se olvidó de discernir lo que era choque de cristales de lo que eran pisadas amenazantes, como si la barrera entre lo uno y lo otro la marcase, únicamente, su necesidad de que ella le amase de nuevo. Fue un instante. Abigail le soltó para sentarse en el suelo, apoyándose en la pared sin perder de vista cada rincón de aquel lugar. El se agachó y se situó junto a ella. Sus miradas se cruzaron. La de ella permanecía bañada por el miedo, un miedo tan grande que Martín vio como un gesto de condescendencia hacia él pues, esta vez, ningún reproche malogrado avivaba en ella, tan sólo el desconcierto, la sensación de que nada de lo acaecido hasta el momento en que él oyó los ruidos, tenía importancia alguna.

- ¿Seguro que lo has oído?, le pegunto. Él había empezado a juguetear con dos piedrecitas situadas a su lado. La contestó que sí, mientras se las pasaba de una mano a otra y la miraba, sintiéndola encerrada bajo ese embrujo relajante.

- No te creo, le dijo Abigail. Súbitamente, su mirada había dejado de estar replegada. Y aquellos ojos le despreciaban. Ese odio era aun mayor que cualquier miedo que pudiera atenazarla en aquel instante. Sintió lástima de si mismo. Pero también un profundo rencor que se le entretejía como segunda piel. Quizás hacia ella, quizás hacia aquel viaje que nunca debió haber empezado, o quizás, ante la incapacidad que sentía para no verse insignificante.

- No, pero…Y de repente percibió de nuevo las pisadas. Se acercaban a la puerta. Se puso de pie arrojando al suelo las piedrecitas. Abigail, desconcertada, se levantó con él. La cogió de la mano y corrió con ella hasta la ventana de la habitación, oyendo crujir a sus pies la madera con tal fuerza, que Martín se preguntó por un instante sino era aquel el único ruido de la casa. La puerta chocaba violentamente con su marco. Abrió la ventana y miró hacia fuera, pudiendo ver un tejado formado por tablas de madera que se retorcían, emitían quejidos lamentosos con cada bocanada de aire, como un ejército deshilachado que amaga con desertar. Sentía el peligro a sus espaldas. Por eso dijo a Abigail que saliera. Martín sabía lo que podía ocurrir si ella pisaba aquellas maderas, sabía que la caída era mortal, sabía que no había ningún lugar al que agarrarse de fallar el suelo bajo sus pies. La ayudó sin embargo a pasar al otro lado. Tocó su cuerpo, agarrotado por el miedo, incapaz de responder, incapaz de percibir, ni siquiera, el riesgo que entrañaba salir al tejado. Ella confiaba en él. Por eso su rostro no expresó pánico cuando cayó al vacío. No tuvo tiempo. Su último gesto fue el de desconcierto. Cuando Martín se quiso dar cuenta, ella había caído ya tres pisos más abajo. Y por un momento sintió como si aquella imagen, de alguna manera, ya hubiera sido incrustada en su retina con anterioridad, como si fuera ahora poco más que una vulgar reiteración desangelada, incapaz de hacerle sentir un atisbo de sorpresa.

Corrió hacia la puerta. La abrió y bajó corriendo las escaleras. Dominado por un automatismo casi ceremonioso, llegó hasta el lugar donde se encontraba el cuerpo sin vida de Abigail. Miró a su alrededor. Todo era oscuro. Y de fondo, aun sonaban ruidos de cristales.

jueves, noviembre 13, 2008

En el fin del mundo


El camino hasta allí había sido duro. Y ya sólo quedaba una jornada de viaje. Apoyado en la pared, Martín sentía un indecible pesar: no había sido aquella la aventura que esperaba. Ahora estaban en aquel viejo caserón deshabitado, en el que oían la lluvia caer afuera mientras sufrían ese eterno instante, convertido en infinito tiempo muerto, en que se piensa, erróneamente, que la tormenta comienza a apaciguarse. Abigail jugueteaba con unas piedrecitas que había encontrado apoyadas en una carcomida estantería. Y Martín no podía dejar de contemplar aquella sencilla acción que intuía como la única manera posible de observarla sin que ella, enardecida tras una nueva de sus discusiones, le reprochase su incapacidad para asumir, de una vez por todas, que aquello se hundía. Para mi tampoco es fácil, Martín, pero créeme, cuando no se puede no se puede, le había dicho ella. Y así era, pensaba. Sin duda así era. Y mañana llegarían al Cabo Norte, y atisbando sobre una roca el fin del mundo, recordaría otras vistas iguales, en lugares menos recónditos, más comunes; pensando que quizás sea más fácil ser un nómada del mundo que anidar para siempre en un corazón humano. Y esta vez ni tan siquiera el inescrutable océano le serviría de consuelo.