viernes, junio 05, 2009

Borrar las marcas del neumático

Hay una foto de uno de esos antiguos coches en la sede principal de Ecohículos. Pero ya nadie la mira. Ese fue el último de su especie. Su destino fue el llamado cementerio metálico, en las afueras de la ciudad. Lo más lejos posible de los bosques. Ya no circulan por la ciudad y de ellos quedaba hasta hace poco, apenas, la marca de sus neumáticos en alguna calle pendiente de asfaltar. Pronto hasta eso dejó de existir. Al igual que su carrocería, ruedas, guantera, retrovisor, motor, y cristal, sus huellas eran también contaminantes. El agujero de la capa de ozono crecía. Cada hora se agrandaba el equivalente a una mancha de pintura verde producida por el vertido de un bote de 8 litros y medio desde 5 metros de altura. La alternativa, los ecohículos, se alimentaban de varias energías naturales, no estropeaban el medio ambiente y, por si fuera poco, eran igual de rápidos que los antiguos coches. El único problema era su funcionamiento. Los mandos estaban cambiados, donde antes estaba el volante, ahora la palanca de cambios. Y la guantera estaba el espejo retrovisor, y el espejo retrovisor (una sofisticada cámara de vídeo), en la radio. La radio, donde la guantera. La desorientación generó varios accidentes que, gracias al novedoso sistema de protección de los ecohículos, no causaron muerte alguna. El cuenta kilómetros estaba a la inversa. Se contaba en negativo. El maletero estaba en el asiento trasero y el asiento trasero en el maletero, así se favorecía la intimidad entre los viajantes, pudiendo interactuar todos, únicamente, levantando los cristales que se interponían entre el asiento del piloto y copiloto y el maletero, y entre el maletero y los asientos traseros. Tras varios años de excelente funcionamiento, empezaron a surgir los primeros e inesperados inconvenientes. Resulta que el volante dejaba de funcionar en intervalos de décimas de segundo, y que los kilómetros empezaban a sumarse, y que el espejo retrovisor empezaba a emitir canciones de Georgi Dann, y que de la guantera asomaban, algunas veces, milimétricos cristales que se clavaban en los dedos. Al parecer todo estaba causado por cierta encima que se desprendía de los pennusculos esrancae, árbol más común en la ciudad. La primera intención fue paliar este inconveniente modificando el vehículo, pero las intentonas fueron inútiles. Sólo se consiguió un espejo retrovisor con música de Georgi Dann, una guantera con una triste cámara en blanco y negro, y una radio que, al sintonizarse, variaba las marchas con las que se circulaba. Entonces, tras grandes deliberaciones y vista la necesidad de los habitantes de contar con este medio de transporte, se decidió podar todos los pennusculos esrancae, plantando en su lugar pennusculos exnarcae, cuya semilla se obtiene en los prestigiosos laboratorios Bernard and Bernard. Y como era esperado, surgió efecto. Los ecohículos volvieron a funcionar de manera óptima, permitiendo, incluso, implementar algunos de sus sistemas, como una guantera con bluetooth incorporado, y un espejo retrovisor con tecnología WiFi altamente ecológica. La replantación se llevó a cabo con éxito y todo pareció ir bien de nuevo. La gente se acostumbró definitivamente a los vehículos y, finalmente, hubo tiempo para borrar de las calles, los últimos rastros de los antiguos neumáticos. Un día, sin embargo, en uno de los bosques de las afueras, bastante lejano del cementerio de metal, tuvo lugar un extraño suceso que provocó iras inciertas y dubitativas de los ecologistas, temblequeantes argumentaciones químicas entre los científicos, y sonrientes nostalgias de algún que otro anciano, antiguo empelado del motor. Y es que nadie supo explicar como fue posible que de los nuevos árboles, surgieran dentro de las mandarinas fragmentos de carrocerías de los antiguos coches, y suculentas manzanas recubiertas de piel de neumático.

martes, mayo 12, 2009

Roberto Bolaño no está muerto

Corre la voz de que Roberto Bolaño no está muerto y que reside, ahora, en alguna cueva a profunda de las montañas de Andorra, encerrando en el cuerpo de una descomunal serpiente ciega. Dicen que envejece quieta, y que apenas se mueve, que cuando lo hace es únicamente para sentir en qué puntos exactos de su piel cuenta con rugosidades. Dicen que nunca hace ruido alguno, pero que cuando lo hace es, casi siempre, para escuchar los decibelios a los que puede elevarse su sonido gutural. También dicen que nunca se alimenta, pero que cuando come, no es por hambre, sino para averiguar cómo de grandes son sus fauces, de delicado su paladar y de afilados sus colmillos. Hay quien afirma que en realidad no es ciega, pues menudo corrige a los buhos que de noche le acompañan y le dicen “debes medir por lo menos 10 metros”. “8,96”, contesta secamente, “tal vez 8,98 pues ayer llovió bastante”. Y de nuevo queda en silencio.

miércoles, marzo 25, 2009

El día que mi padre se convirtió en un árbol

Mi madre nunca me consentía escarbar en la tierra del monte. Sí en la arena de la playa o en la del parque, pero no en el monte. Una vez me sorprendió haciéndolo. A tu padre no le hizo bien, me decía. No. Y repetía. Nunca más. Yo la quería. Mi madre era morena y alta. Nunca más. Y se le hinchaban las venas de su cuello, como si pequeñas y finas ramas fueran gestadas junto a su yugular. No recuerdo la altura de mi padre, y su pelo no pude nunca verlo ya que, al nacer yo, él ya era calvo. De él permanece en mí una imagen. Sólo una. Tal vez soñada, inventada, seleccionada minuciosamente de entre las páginas de algún libro de ilustraciones. Él recostado, con dos inmensas bolsas de plástico tapándole las manos y en su rostro, una barba como astillada, gruesa, y su piel rojiza y endurecida, formando pequeños montículos negruzcos. Tu padre ya no se levantaba de la cama porque sus raíces se han fundido con la madera del cabecero inferior. Por eso, mi madre nunca me dejó dormir sobre ningún canapé que no fuera de hierro. A ser posible, sin canapé, con el colchón a ras del suelo. Gracias a ello, fueron muchas las noches que pude pasar junto a ella. Acurrucados. No recuerdo el momento en que nos marchamos. Tal vez tuviera 2 o 3 años. Tal vez menos. Ella gritaba. Las ramas crecían en su cuello. Y al ver la luz se convertían en gritos que serraban el aire, esparciendo sobre mi oreja pequeñas cortezas de viento que solían hacerme cosquillas.
Decir que con el tiempo olvidé a mi padre sería inexacto. Con tres años no estaba en edad de olvidar ni de recordar. Poco, muy poco de aquella época dejó muescas aun legibles en mi memoria. Lo demás, son jeroglíficos encriptados que, frecuentemente, se entrechocan con la realidad, barnizándola de indescifrable pretérito. No juegues con la tierra del monte, me decía mi madre. Tu padre se dedicaba a eso. O tal eso no lo dijese ella sino que fuese tan sólo una conclusión mía. Paseábamos por los bosques, infinitas horas. Algunas noches dormíamos incluso a la intemperie, en verano, con el calor. Juntos. No arranques las cortezas, me gritaba cuando me veía toqueteando un árbol. Al principio me asustaban sus gritos. Mi madre me dejaba muchas veces solo. Aquello me dolía. En especial en esos momentos en los que quedaba en trance y, se acercaba a algún pequeño roble que me arrebataba, con dolorosa suficiencia, las caricias que eran para mí.

Por eso, tal vez a modo de venganza, más de una vez arrojé por la ventana las plantas y los pequeños árboles que adornaban nuestra casa y que ella cuidaba y vigilaba con enorme celo. Una de esas veces subió de la calle con la maceta hecha trizas entre sus manos. De ella colgaba un pequeño tallo muerto. La mirada de mi madre era de pánico. Entre la tierra pude ver una pequeña piedra con forma de corazón. Las ramas se extendían ahora por su frente, sus brazos, sus manos y sus ojos. Mira lo que has hecho. Me dijo. Le has matado. Me arrojó la planta y, justo después, su rostro adquirió un semblante de arrepentimiento. Sus ojos parecieron hundirse bajo tierra, a muchos metros de profundad, a años luz de mí, como si nada de lo que la rodeara pudiera profanar quien sabe que imagen subterránea. Déjalo, luego lo limpiaré. Sentí que algo me molestaba en mi dedo índice. Había una astilla incrustada en la carne.

lunes, marzo 16, 2009

Los sucesos de Guanterada

Los sucesos de Guanterada comenzaron con un milagro. Sí, sin duda un milagro, decían la mayoría. Otros, atribuían aquel extraordinario caso a la pertinaz alma del fallecido, incapaz quizás de abandonar este mundo sin antes llevar a cabo esos cometidos que en vida no pudo alcanzar. Un santo, afirmaban algunas mujeres, sin duda se trata de un santo. ¿Acaso alguien dudaba de que Federico Hesteria iba a abandonarnos sin antes dejar su huella en nosotros? Se preguntaban algunos de sus amigos, como dando a entender que aquello era algo por ellos previsto incluso calculado, como si en su último aliento vital, aquel compañero les hubiera confesado uno a uno sus planes y ellos, todos en torno a él, hubieran hallado en esa confesión la esencia de algo que ya sabían, de manera latente: que la bondad de aquel hombre iba más allá de su prisión corporal. Los beneficiados: esos niños de Guanterada de los que tanto se ocupó en vida. Le llamaban el Gran Fedi, y a el le encantaba ese apelativo, como si al oírlo fingiera no conocerse, viéndose remitido a un cuerpo más joven que el suyo, más vigoroso.
Esto no estaba acá el día anterior, dijo la madre superiora, quien a duras penas cargaba con un saco de arroz a malrepartir entre todos los niños y apenas se dio cuenta de que en esa bolsa, alojado, había el dinero suficiente para construir ese orfanato que era su sueño dorado, además de para alimentar decentemente durante un año a todos los niños que ahora vivían allí. Nadie supo de la procedencia de los fondos hasta que Helena, la mujer del recién fallecido, se percató de que una cifra de su cuenta había desaparecido y, corriendo, acudió a notificarlo a las autoridades, que con relativa premura, alcanzaron a descubrir que esa cantidad había sido sacada de la cuenta Federico Hesteria la noche anterior, unas horas después de expirar él, único, y esto ella lo sabía mejor que nadie, con derecho a introducir las manos en su dinero. Así pues Helena, que no gustaba especialmente a la población de Guanterada pues la atribuían desde hacía años un amante en la localidad vecina, Jeredo, no tardó en comunicarlo, sorprendiendo al pueblo entero con la bondad de aquel hombre, rebelde implacable contra esa muerte terrenal, que en alma, fue capaz de transportar dinero hasta un colegio infantil de desamparados.

A los dos días ocurrió otro hecho sorprendente enlazado con éste. Mi marido no podía actuar de otro modo, siempre tan bueno, considerado, dijo entonces Helena, lloreteando sobre un pañuelo lleno de recuerdos de papel. Y es que la buena mujer se encontró una mañana en la mesilla con el colgante de perlas de su madre, empeñadas años antes para poder subsistir ambos, cuando la penuria les alcanzó, matando incluso a su único hijo, Federico. Pobre, hasta que el no se fue no nos dimos cuenta de cuan poco importaba este abalorio. Pero ahí estaba de nuevo. Ellos lo dieron a un hombre de sur, que a su vez, lo vendería a otro hombre, y éste a otro y así hasta llegar de nuevo a ella, por no se sabe qué azar pecuniario. El pueblo visitó en misivas la tumba de Federico Hesteria, viendo en él una especie de mesías, viendo en él una bondad humana sí, pero una bondad expandida al aire, las paredes, las piedras del pueblo, una bondad inabarcable para un cuerpo, una bondad extraviada de lo mortal, libre ahora para actuar impunemente en el mundo de lo inaprensible. Los tullidos esperaban su cura; los ancianos, ver curada su artritis; los cancerosos, su metástasis extirpada.

Cuando a la semana tuvo lugar ese horrible incidente en la escuela de desamparados, nadie pensó en Federico Hesteria. Al menos hasta que el niño dijo su nombre, con naturalidad, como si nunca les hubiese abandonado y cada día, como antes solía hacer, les visitase llevando en la mano izquierda esa bolsa de caramelos de limón. Sí, fue él, me dijo que fuera con él. Claro que fue él. En realidad esa fue la transcripción de los interrogadores, en aquella habitación se limitó a asentir con la cabeza, sus hombros encogidos, y la mirada siguiendo la forma de las baldosas. La mujer del fallecido quedó escandalizada cuando la llamaron a declarar. ¿Mi marido? ¿Usted cree que un hombre que fallecido dona su fortuna a una escuela es capaz de, unos días después, sodomizar a un niño de 8 años? Todo está lleno de sangre, decía la monja superiora, el pequeño había sido golpeado en la espalda y su brazo derecho completamente partido. Es obra de un hombre, y aquí no hay hombres. Aparecieron las primeras pintadas en la tumba de Federico Hesteria. Violador, pederasta, eran los adjetivos que manos desconocidas escanciaban sobre la piedra con irregular y tembloroso trazo. Aun alguna anciana acudía a limpiar de escombros la tumba y brindarle su apoyo a él, un hombre bondadoso al que, acto seguido, rogaba una cura para la enfermedad terminal de su marido. ¿Qué si alguna vez en vida mostró conductas sospechosas con los niños?, preguntaba la monja, que va. Era un hombre decente, por favor. Ejemplar marido, ejemplar misántropo. Pronto, Helena se fue Guanterada puesto que no soportaba ver mancillada la memoria de su marido. Las malas lenguas afirman que no se fue sola, sino con ese oscuro personaje de Jeredo. Y así acabaron los milagros de Guanterada. Un mes después empezaron las lluvias. Y antes de que terminasen, todo había vuelto ya a la normalidad más absoluta.

lunes, marzo 02, 2009

Inventador de palabras

Joaquín Berto, escritor, inventador de palabras, irracionalista entigretado con toques de sulfato cálcico. Aclamado por la prensa independiente, vitoreado por jóvenes hienescos de melanina desbordada. Famoso por esquilofrases como “Milagrosa rueda que gira, abrupta, desprende mierda, azarosa, erosiona, inconfundible la piel de un camello embravecido, como una tortuga follada con restos de carmesí de una copa de daiquiri”. Este señor, mesías de una nueva asensibilidad narrativa, se encontró, una candente mañana de febrero con una profunda peste en su domicilio. Miró la basura. Nada. La nevera. Nada. La despensa. Nada. El retrete. Nada. La jaula del pájaro. Nada. Sus canzoncillos. Apenas. El lavavajillas. Nada. Rastreando por su cuarto encontró la solución al enigma: su ordenador. Su ordenador apestaba. Llamó entonces a un técnico, uno cualquiera, “enazulmonado, como el semen restregante de un ballenato dibujado del revés con lápices de colores en blanco y negro, hijo de puta enazulmonado encabrietado porque de pincharse, acabo por pinchar empinchetando la tristeza sucia de lágrimas de piedra”, tecleó mientras le esperaba.

Llegó entonces el técnico. Miró bien el aparato y le pregunto ¿a qué se dedica usted, señor? Soy escritor e inventador de palabras. Uhh, cosa mala, le dijo el técnico. Verá, las palabras inventadas ofrecen siempre una complicación al ordenador: son recién nacidas, por lo que apenas controlan su esfínter, y en vez de mearse, porque necesitan mear, en la papelera de reciclaje, lo hacen en la CPU, haciendo que todo huela a mierda. ¿No escribirá usted palabras groseras? La verdad es que sí. Uhh, horrible, las palabras groseras se cagan en todas partes. Tiene usted que cuidarlas. Si además las deja revoloteando, es decir, si no las introduce en un contexto donde se domestican, se ponen bravas. Entonces, ¿cómo olería el ordenador de Joyce?, preguntó Berto. Horrible, hediondo, pero vivía en Irlanda, y allí todo huele muy mal, así que se lo achacaría a borrachos que meaban en su portal, además, que de tanto empinar el codo ya se sabe... Ahh. Vaya, tomaré nota señor, gracias.

Así, una vez se marchó el técnico, Joaquín, inventador de palabras, comenzó a eliminar palabrotas y neologismos. Se encontró entonces con la frase así traducida: “Con el mono azul, como los fluidos nocturnos que se restriegan de un ballenato dibujado con lápices de colores en blanco y negro, botarate con mono azul enfurruñado porque de pincharse, acabó por pinchar metiendo el pincho a la tristeza sucia de lágrimas de piedra”. Y vio entonces como el Word empezaba a funcionar incorrectamente. Como si, una vez desaparecidas las palabras olorosas, una especie de anarquía reinase en el programa. Se empezaron a rellenar los textos solos, sin que el escribiese nada, dando como resultado frases sospechosamente iguales a todo cuanto había escrito antes. Atiuste, se dijo, mientas veía agujereado su orgullo de artista. Trató pues de dar coherencia a sus frases: “Tenía un mono azul… estaba harto de lo que hacía…su vida era un amasijo de mujeres perdidas, como si alguien le hubiera restregado…no…como si tuviera todos los ingredientes de una vida nostálgica en color, pero apenas veía todo en blanc…no…”. Joder, usted no va a ningún sitio así, le dijo Joaquín a Berto (a él siempre le gustaba que le tratasen de usted). Escribió “racionalizador elefantesco enverdecido”. Joder, ya está oliendo mal, pensó. Tomó una determinación: bajaría a la droguería a por colonia, desarrollar su arte bien valía un buen perfume. Había una a un par de manzanas “escorzadamente entorneo mi cuerpo enhijoputizando las esquinas que abruptan mis desgarros”. Entró en la tienda, aliviado, al fin se encontraba de nuevo solo ante una adversidad que superar: ya una vez pasó por encima de los puristas del lenguaje, ahora haría lo propio con ese sindicato de gigabytes enardecidos y pestilentes.

- Perdona, le preguntó al cajero, ¿tiene perfume para el ordenador?
- No, lo siento, se me ha agotado, le contestó sin apenas mirarle a los ojos. Y añadió: el último se lo acaba de llevar ese señor de gafas de pasta.

jueves, febrero 19, 2009

Discusiones con otra mujer

La otra hablaba y hablaba: Esa mujer es un estorbo, ¿has visto como se mueve? Patizamba. La miraba mientras ella porfiriaba. No sentía nada por ella. Por un instante se observó en el espejo que había frente a la cama. Sí, la tripa crecía, pero aun mantenía intacta su preciada cabellera. Nada podía privarle del derecho de ser un atractivo y melenudo cuarentón. Al contrario de cuando la conoció. 22 años. Pelo corto, licencia para marcar. Ella llevaba boina, dejó de llevarla apenas un año después pero él siempre que la imagina, lo hace con ella puesta. Pantalones de pitillo, azules, a juego con una chaqueta. Esa imagen, sin él saberlo hasta años después, marcaría su vida para siempre. Cuando la vio acercarse levantó la mirada, le observo oblicuamente, retrasando el momento de enfrentarse a sus ojos, y luego deshizo el trayecto, como cerrando el abanico que su sombra abrió por accidente. Y así, en ese tenue aleteo de los párpados, decidió que tenía que conocer a aquella chica. Ahora la otra le hablaba. Estúpida estrábica, cuando la veo siento nauseas. No sé qué la ves. Me duele que puedas sentir algo por ella, o que lo hayas sentido. Él no negaba nada. La miraba, a veces girando el cuello hacia donde ella permanecñia sentada, a veces a través del espejo. A los siete meses fueron a vivir juntos. Ella añadió entonces un tatuaje a su piel blanquecina, dos pequeños delfines en su omóplato derecho. El día que se los puso lo hicieron cinco veces seguidas, aquel desenfreno sexual era placer, eran celos, el genoma completo del ardor, miedo. Y luego respiraban, y se abrazaban, sin necesidad de temblar, sin necesidad de imaginarse. Luego ella se llevaba los brazos a la nuca, mostrándole sus pechos en toda plenitud, y él, creyéndose otro dentro de sí, la poseía con fiereza para, finalmente, abrazarla de nuevo. Abandonándose hasta ser muchos en dos, hasta ser uno, y en ese uno, tantos unos y unas como caben en dos vidas. El sexo con ella debe ser horrible, le decía la mujer. Él desvió la mirada del espejo para fijarla en los objetos irreconocibles que le rodeaban. Y eran los mismos que le rodeaban desde hacía ya 15 años, cuando se mudó con ella allí. Recién casados y esperando a su primer hijo, prueba empírica del tácito acuerdo de ambos por gozar esa felicidad parsimoniosa, plácida, como un valle austriaco rodeado de abruptas y nevadas montañas. Una vez nacida Raquel escapaban a veces a algún caluroso espacio neutro. La mujer, ahora, se levantó de la cama. El la miraba, desistiendo de buscar los delfines de su espalda, allí ellos no tenían cabida. Levantó las persianas. Hacía calor. Demasiado. Escarbó con la punta de los pies el fondo de su cama, buscando un pequeño escalofrío que le resultara mínimamente familiar. La primera vez que vi a esa mujer no podía creer que hubieras sentido algo por ella, le dijo. Él no conoció a Tamara hasta un año antes. Era una vecina, recién llegada, recién enviudada. A los dos meses de abrirle él la puerta tras presentarse ella como la nueva inquilina del tercero, la había hecho su amante. El no prometía nada. Callaba, interpretando Tamara aquel gesto como un ademán reflexivo. ¿Por qué?, dímelo. Ella se había enardecido ante su silencio. Lo suyo fue un affaire interrumpido y retomado en sendas ocasiones. Su mujer tardo mucho en saber algo. Y todo eso lo pensaba mientras ella le miraba ahora desde la ventana, inquiriendo los motivos por los que, a su lado, imaginaba de algún modo a la otra. ¿Piensas en ella? Dímelo. Él seguía mudo, enhebrando los deshilachados recuerdos del día en que ambas se vieron siendo la una consciente de la otra. Ella miraba a Tamara con dolor. El vaso de vino tenía en sus bordes restos de carmín. Tamara fingía controlar la situación. Alguien, en otro piso, tiró de la cadena, y aquel ruido, ajeno a ellos, se le incrustó, tantas capas adentro, que casi pareció clavársele a otra persona distinta, ajena, que, como si de una muñeca rusa se tratase, habitaba en su interior. Alguien en el patio gritó ¡el ascensor!. Por qué sigues viendo a esa zorra, le preguntaba ahora aquella mujer. Él la miró, sobresaltado. ¡Esa zorra es mi mujer!

lunes, febrero 16, 2009

Un cuerno

Al empezar la clase la vi sentada al fondo. No sería tan tan fea sino fuese por ese infernal bulto que, casi como un cuerno, se elevaba hacia el cielo justo en medio de su frente. Nunca antes había ido a clase. No era de esas personas que pasan desapercibidas. Hablé de la literatura Argentina aquel día. El tema principal fue Osvaldo Lamborghini y su influencia en las nuevas generaciones de escritores argentinos. Como suele ocurrir en estos cursos, los alumnos callan, no preguntan, por eso las insistentes cuestiones de Amalia, pues así se llamaba la mujer cornamentada, despertaban la irritabilidad de sus compañeros, enojados porque sus aportaciones se hacían casi tan frecuentes como las mías, difiriendo de mi interpretación acerca del autor.

- No creo que Lamborghini sea sádico con el lector para que éste reconozca el goce que experimenta al leer sus descripciones, Sade era un provocador, pero artista al fin y al cabo. El argentino no se lo considera, no creo que su fin sea que el lector ejerza una reflexión posterior.

- Yo compararía a Lamborghini con Burroughs, no con Sade, contesté. Ambos escriben de manera casi impulsiva. Pero está claro que Fiord busca, además de la crítica política, cierto rechazo en el lector. Rechazo que también es atracción. Porque su narrativa es lo más parecido al infierno que jamás se ha escrito. Y a la gente le gusta que le vapuleen. Le produce rechazo y excitación. Y cuanto mayor sea el horror, mayor es la atracción.

- César Aira decía que Lamborginhi escribía de manera compulsiva, no corregía, no retocaba, era un manantial. Tal vez sea un error hacer lecturas didácticas a sus escritos.

Y cada vez que hablaba, su voz afónica rasgaba mis teorías, obligándolas a ponerse a la altura de las suyas, armadas para una batalla dialéctica a la que todo maestro teme enfrentarse. Así tras sobrevivir a la clase se acercó a mí aquella joven, obligándome por primera vez a mirarla a la cara sin tener que esconder mis ojos en la armonía de algún otro rostro obnubilado.

- ¿En serio cree eso de que Aira se basa en Lamborghini? Yo creo que no existen dos escritores más diferentes. El estilo del segundo tiene resonancias del primero sí, pero ahí concluye todo.

- Bueno, dije, Aira busca a veces también el impacto.

- Pero un impacto suavizado. Es un torrente también, pero no sé, un torrente amainado, que busca la complicidad del lector de alguna manera.

- ¿Cómo definirías entonces a Aira?

- Un escritor cuerdo, muy cuerdo, que finge ser maldito, en vez de asumir su condición de narrador. Un narrador con matices pero narrador, como su denostado Ricardo Piglia por ejemplo.

Cuando me quise dar cuenta no quedaba nadie en clase y ella y yo charlábamos en soledad acerca de libros. O más bien charlaba ella. No quiero con ello decir que sus conocimientos fueran mayores que los míos, sólo que sí más fervientes. Por un momento olvidé su cuerno, como disipado tras las líneas de su adorada Alejandra Pizarnik, o ahogado en las lagunas gauchescas berreadas por Arlt. Memorizaba fragmentos de Borges, recordaba la fecha en la cual Cortazar llegó a París, y el día exacto en que la Maga dibujó en su tintero un destino inmortal. Y me sorprendí disfrutando de sus palabras, en silencioso duelo con las mías, como rara vez lo había hecho anteriormente. Dos horas después llegó el momento de irse cada uno a su casa. Me despedí de ella y al darla dos besos mi frente se encontró, de nuevo, con ese cuerno que parecía devuelto a su rostro, seco, horrible y desfigurado.
Llegué a mi casa. Mara, mi mujer no me puso buena cara aquella noche. ¿Dónde has estado? No la mentí. Hablando con una alumna de literatura argentina. Su reacción fue la esperada. Que bien, te parece normal. Tienes obligaciones. Te esperábamos desde hacía horas. Y tras empapelar sus celos en el manual oficial del marido y padre responsable, cedió a mis explicaciones para, una vez calmada, preguntarme por lo bajín y dime, ¿era guapa? Reí y me fui a jugar con mis hijos. El mayor, Rubén, tenía ya 8 años y había leído El Principito, garantizándome yo al obligarle, su odio eterno hacia Saint Exupery y tal vez hacia la literatura en general. Pase con ellos una hora, revolcándome por el suelo, construyendo castillos de lego y fingiendo ser un vampiro que se disponía a chuparles la sangre. Tras acostarles me quedé con Mara. Su enfado se había evaporado. Aquellos casos eran los que me hacían ver la gran mujer que era, capaz de cargar con un inmaduro enceguecido como yo, de sonreír cuando la enseñaba alguno de mis grandilocuentes textos, burdas imitaciones de cualquier otro armado con un mínimo de talento.
El cumpleaños de Rubén es ya. Podríamos regalarle un viaje a la Warner. Por lo pronto olvida las obras completas de Faulkner o de alguno de tus escritores, dijo riéndose. Y yo reí también, tal vez por inercia, tal vez porque en realidad me hizo gracia lo que dijo. A veces cuesta discernir lo uno de lo otro. Después nos acostamos. Soñaba con una estación de ferrocarril en la que andaba yo de la mano de alguien cercano a mí, tal vez mi padre, cuando, súbitamente, me desperté sobresaltado por un dolor en la cabeza. Fui a la cocina a por un paracetamol. Luego al baño, necesitaba orinar. Lo hice, en estado de total somnolencia. Me iba a lavar las manos cuando, a través del espejo vi algo raro en mi rostro. Un pequeño bulto parecía asomar tímidamente en mi sien izquierda.

martes, enero 27, 2009

Un portazo

No era esa su manera de actuar, o eso creía ella al menos. Claro que desconfiar de su sospecha era, cuanto menos, un protocolo rutinario que debía atravesar cada vez que miraba esa carta, apoyada en la mesa, respirando sus palabras, la tinta palpitando a través de sus arterias de papel. No puede ser, le decía a Mercedes, él no. Pero releía y releía y se encontraba ante la evidencia de que aquellas palabras -que rascaban el borde del folio como a punto de desprenderse sobre sus ojos-, le pertenecían, pues eran todas por ella conocidas, y le describían, a él, con esa enrevesada incoherencia con la que se tiende a unir, indisolublemente, frases y letras universales, con personas y momentos concretos. No quiero verle, Mercedes, no hay sitio para él. Si tú le hubieras conocido… Y luego miraba al suelo, y su amiga sabía que ella, que Elena, estaría dispuesta a huir perpetuamente de aquel hombre al que tanto amaba. La decía siempre, hija, te rebelas contra las cosas más de lo que ese pelo ese que dios te ha dado en gracia se rebela contra tí. Así, una mañana, ella llamó a su puerta y la dijo adiós, se iba, ¿a dónde? No sé, contestó, lejos, donde no podamos reencontrarnos. En su escritorio dejó dos figuritas de porcelana, herencia del anterior inquilino del piso y que ella, rápidamente, escondió en algún cajón pues siempre odió la porcelana; la carta, abierta, como un pequeño mantel sobre el que ella desprendió migajas de pan, como lágrimas amasadas formando un cartilaginoso coágulo de sangre; y, finalmente, una pequeña e inofensiva orquilla de su pelo.

La segunda tardó en llegar tres meses. Esta vez el sobre era azul, azul oscuro, Elena miró aquel mar que tenía frente a ella, y pensó que la semejanza no era casual, por lo que antes de abrir el sobre, un gesto, tal vez insignificante, pero gesto al fin y al cabo, se dibujó en su rostro: era ese que él tanto odiaba, tal vez porque no le pertenecía y porque al tratar de asirlo, se le escurría entre los dedos, como se escurren los recuerdos ajenos. Ni siquiera tiene porqué ser cierto que vaya a venir, le dijo a Javier, su único contacto humano desde que llegase allí. Y recordaba el momento en que él, una noche como otra cualquiera de no ser porque fue esa noche, salió por la puerta de casa mientras ella, la Elena de entonces, recordaba con nostalgia el crujir de la cerradura que, unas horas antes, había originado una discusión acerca de a quien le tocaba engrasarla en esta ocasión. Sobre ella se cernió entonces el crujido definitivo, y entendió que ese sonido familiar que tanto les había acompañado durante años, había sido sin ellos saberlo, el sonido de su despedida. Javier amaneció un día y, en dirección a casa de Elena, encontró la puerta abierta, una carta sobre la mesa, y sobre ella, una orquilla disimuladamente colocada. Y sin saber porqué, sintió como si el apartamento se hubiera llenado de nieve, blanquísima, como el vacío, como el espacio hueco que dibujaba la ausencia de Elena en aquel suelo, aquella mesa, aquellos libros mal colocados, el espacio vacío que se trazaba para siempre ya entre sus pasos y las huidizas pisadas de ella, tan tenues, tan ligeras, que pareciesen incluso soñadas por la nieve en un periodo de entrevela.


Se instaló en la otra costa, tras un interminable viaje que agotó sus fuerzas. Aquella vez, pensó, él sufrió por mi incapacidad para retenerle. Le vi en la puerta, mirándome, y yo lloré, lloré tanto que las lágrimas cosieron mi boca. Entonces me dijo adiós. Y ahora volvía, tal vez para ponerme a prueba de nuevo. A ella se le olvidaba añadir pero en esta ciudad jamás logrará encontrarme. Dando brillo a su buzón los domingos por la mañana, comenzó a vivir el ritmo lento que le imponía aquel lugar, en el que las pausas se sucedían y los recuerdos, asomaban por la periferia, en aquel pequeño espacio de su memoria limítrofe con el presente, como superando de manera tímida el dique espacial que Elena había interpuesto entre ambos. No será tan sencillo, no será tan sencillo, se consignaba cada mañana mientras, como si de un simpático descuido se tratase, depositaba orquillas suyas en cada café en el que se sentaba, pacientemente, a esperarle.

jueves, enero 15, 2009

Un libro

Abría cualquier página del libro y ahí estaban, por todas partes, mis palabras y pensamientos. Juro que fue por error, no era esa la novela que buscaba pero, aun así, llegó a mis manos de un modo que, me gustaría celebrar como genuino, pero que, en realidad, cumple estrictamente con los ordinarios mecanismos que transportan un libro cualquiera de alguna estantería cualquiera, al bolsillo de un abrigo cualquiera, el mío en este caso. Andaba yo por la calle cuando se acercó una joven rubia a preguntarme la hora, a lo que yo, gentilmente, la respondí que las tres de la tarde. Acto seguido me convidó a tomar un café, ya que era nueva en la ciudad, no tenía amigos, y su tiempo libre apenas lo rellenaban solitarias caminatas por esas aceras que, ahora, a modo de vértice, habían hecho convergir sus pasos con las manillas de mi reloj. Y para cerrar el triángulo, faltaba el vértice que nos uniera a ella y a mí, pues el tercero ya existía previamente, como mi muñeca lo atestigua, sin yo saberlo. Así pues, buscando la armonía de nuestras aristas, nos sentamos en una terraza situada a unos metros de nosotros. Hilvanamos lugares comunes durante un buen rato, hasta que, súbitamente, se desgranaron sus palabras del estricto racimo al que se veían confinadas, y comenzaron a referirse a extraños sucesos que la tenían a ella como protagonista. Me habló de unos libros. Pero no, paciencia, no es aquí donde hace acto de presencia esa novela que escribí en mano de otro y que alguien pensó a través de mí y que, para vergüenza mía, adquirí de la manera más ordinaria que se pueda imaginar. La chica, Amanda se llamaba, me contó que leyó unas cosas que le condujeron a introducirse, voluntariamente, en cierta secta de ámbito religioso, claro que ese no es asunto realmente importante, el meollo de la cuestión, que se encuentra, más bien, en la persona del que por entonces era su novio, Andrés, un tipo rudo. No quiero con ello dar a entender que lo que me contó fuese un asunto de maltratos, ni mucho menos, ser rudo no implica necesariamente pasar horas en un bar, trabajar de policía, o hablar de la libertad de la mujer como un funesto suceso posmoderno. Era, sencillamente, un tipo rudo, de esos que uno se cruza por la calle y piensa, mira, un tipo rudo de verdad. Además, tampoco era su rudeza el motivo que la llevaba a retorcer lastimosamente (¿Qué otro adjetivo podría describir el acto de retorcer?) sus confesiones. Así que yo le escuchaba, atento, y notaba como sus palabras se escurrían por mi cuerpo, y terminaban por esparcirse, como lo hace la orina sobre un suelo de baldosas de tono rosado y con forma de flor: surcando las líneas rectas que me separaban de ella hasta, súbitamente, acorralarme dentro de su nauseabundo olor. Nos levantamos y me ofrecí gentilmente a acompañarla a casa, pues era allí donde quería ir, según me dijo, algo asustada, una vez terminado el tercer café. Entendía su miedo, aquellas eran cosas que infundirían terror a cualquiera. Así pues llegamos al portal, o la esquina de su calle, o a la baldosa en la que su barrio se convertía en su barrio y no en el de al lado, cuando ocurrió algo sin duda excepcional. Lo cierto es que nunca pensé que aquello pudiera ocurrirme. Y todo sucedió en la librería que había frente a nosotros, no en esa en la que adquirí, de manera vulgar, el libro del que aquí me dispongo a hablar, sino de una que se especializaba en asuntos de logias y demás menesteres sectaristas de andar por casa. En realidad no fue en la propia librería donde ocurrió aquello, sino frente a ella, que bien podría ser también frente al portal situado a su lado (digamos que entre los dos, a una distancia similar a la que les separaba, formando, sí, lo han adivinado, otro triángulo del que yo, yo y mi reloj, éramos de nuevo vértice), con ello quiero decir que la presencia de la tienda era meramente circunstancial, y no relacionada con los hechos. Descartada queda, por lo tanto, la idea de que en ellos intervinieran de manera activa o decisiva – salvo por el mero azar, incontrolable para mí-, porteros, libreros, bohemios, contadores del gas y de la luz, y carteros. Lo cierto es que poco pude hacer. Ocurre a veces que el miedo se apodera de uno, son instantes que corren frente los ojos, inaprensibles, de los que apenas se recuerdan detalles, resbaladizos porque una vez se cogen con la mano cobran vida propia, ajena. Sin embargo, es misteriosamente en esos momentos que no nos pertenecen, en los que se ve uno siempre mejor retratado. Aquel fue uno de ellos. Así que finalmente logré salir de ahí (aquí usamos el verbo salir como metáfora de situación: como dije todo se desarrolló en la calle). Corrí. Me escondí en una tienda de antigüedades situada 4 manzanas más adelante. Por supuesto el dependiente, un anciano probablemente, miró extrañado. Y allí había un bonito libro (contaba con un precioso canto azul, parecido al azul de un océano visto desde un avión a una altura de 10.000 pies en el mediodía de una jornada despejada de agosto) . Me acerqué y lo ojee. Claro que no lo compre. No tenía suelto. A salvo. Estaba a salvo. Al fin. Sí. Miré la hora y vi lo tarde que era. Salí de la tienda.