martes, enero 27, 2009

Un portazo

No era esa su manera de actuar, o eso creía ella al menos. Claro que desconfiar de su sospecha era, cuanto menos, un protocolo rutinario que debía atravesar cada vez que miraba esa carta, apoyada en la mesa, respirando sus palabras, la tinta palpitando a través de sus arterias de papel. No puede ser, le decía a Mercedes, él no. Pero releía y releía y se encontraba ante la evidencia de que aquellas palabras -que rascaban el borde del folio como a punto de desprenderse sobre sus ojos-, le pertenecían, pues eran todas por ella conocidas, y le describían, a él, con esa enrevesada incoherencia con la que se tiende a unir, indisolublemente, frases y letras universales, con personas y momentos concretos. No quiero verle, Mercedes, no hay sitio para él. Si tú le hubieras conocido… Y luego miraba al suelo, y su amiga sabía que ella, que Elena, estaría dispuesta a huir perpetuamente de aquel hombre al que tanto amaba. La decía siempre, hija, te rebelas contra las cosas más de lo que ese pelo ese que dios te ha dado en gracia se rebela contra tí. Así, una mañana, ella llamó a su puerta y la dijo adiós, se iba, ¿a dónde? No sé, contestó, lejos, donde no podamos reencontrarnos. En su escritorio dejó dos figuritas de porcelana, herencia del anterior inquilino del piso y que ella, rápidamente, escondió en algún cajón pues siempre odió la porcelana; la carta, abierta, como un pequeño mantel sobre el que ella desprendió migajas de pan, como lágrimas amasadas formando un cartilaginoso coágulo de sangre; y, finalmente, una pequeña e inofensiva orquilla de su pelo.

La segunda tardó en llegar tres meses. Esta vez el sobre era azul, azul oscuro, Elena miró aquel mar que tenía frente a ella, y pensó que la semejanza no era casual, por lo que antes de abrir el sobre, un gesto, tal vez insignificante, pero gesto al fin y al cabo, se dibujó en su rostro: era ese que él tanto odiaba, tal vez porque no le pertenecía y porque al tratar de asirlo, se le escurría entre los dedos, como se escurren los recuerdos ajenos. Ni siquiera tiene porqué ser cierto que vaya a venir, le dijo a Javier, su único contacto humano desde que llegase allí. Y recordaba el momento en que él, una noche como otra cualquiera de no ser porque fue esa noche, salió por la puerta de casa mientras ella, la Elena de entonces, recordaba con nostalgia el crujir de la cerradura que, unas horas antes, había originado una discusión acerca de a quien le tocaba engrasarla en esta ocasión. Sobre ella se cernió entonces el crujido definitivo, y entendió que ese sonido familiar que tanto les había acompañado durante años, había sido sin ellos saberlo, el sonido de su despedida. Javier amaneció un día y, en dirección a casa de Elena, encontró la puerta abierta, una carta sobre la mesa, y sobre ella, una orquilla disimuladamente colocada. Y sin saber porqué, sintió como si el apartamento se hubiera llenado de nieve, blanquísima, como el vacío, como el espacio hueco que dibujaba la ausencia de Elena en aquel suelo, aquella mesa, aquellos libros mal colocados, el espacio vacío que se trazaba para siempre ya entre sus pasos y las huidizas pisadas de ella, tan tenues, tan ligeras, que pareciesen incluso soñadas por la nieve en un periodo de entrevela.


Se instaló en la otra costa, tras un interminable viaje que agotó sus fuerzas. Aquella vez, pensó, él sufrió por mi incapacidad para retenerle. Le vi en la puerta, mirándome, y yo lloré, lloré tanto que las lágrimas cosieron mi boca. Entonces me dijo adiós. Y ahora volvía, tal vez para ponerme a prueba de nuevo. A ella se le olvidaba añadir pero en esta ciudad jamás logrará encontrarme. Dando brillo a su buzón los domingos por la mañana, comenzó a vivir el ritmo lento que le imponía aquel lugar, en el que las pausas se sucedían y los recuerdos, asomaban por la periferia, en aquel pequeño espacio de su memoria limítrofe con el presente, como superando de manera tímida el dique espacial que Elena había interpuesto entre ambos. No será tan sencillo, no será tan sencillo, se consignaba cada mañana mientras, como si de un simpático descuido se tratase, depositaba orquillas suyas en cada café en el que se sentaba, pacientemente, a esperarle.

jueves, enero 15, 2009

Un libro

Abría cualquier página del libro y ahí estaban, por todas partes, mis palabras y pensamientos. Juro que fue por error, no era esa la novela que buscaba pero, aun así, llegó a mis manos de un modo que, me gustaría celebrar como genuino, pero que, en realidad, cumple estrictamente con los ordinarios mecanismos que transportan un libro cualquiera de alguna estantería cualquiera, al bolsillo de un abrigo cualquiera, el mío en este caso. Andaba yo por la calle cuando se acercó una joven rubia a preguntarme la hora, a lo que yo, gentilmente, la respondí que las tres de la tarde. Acto seguido me convidó a tomar un café, ya que era nueva en la ciudad, no tenía amigos, y su tiempo libre apenas lo rellenaban solitarias caminatas por esas aceras que, ahora, a modo de vértice, habían hecho convergir sus pasos con las manillas de mi reloj. Y para cerrar el triángulo, faltaba el vértice que nos uniera a ella y a mí, pues el tercero ya existía previamente, como mi muñeca lo atestigua, sin yo saberlo. Así pues, buscando la armonía de nuestras aristas, nos sentamos en una terraza situada a unos metros de nosotros. Hilvanamos lugares comunes durante un buen rato, hasta que, súbitamente, se desgranaron sus palabras del estricto racimo al que se veían confinadas, y comenzaron a referirse a extraños sucesos que la tenían a ella como protagonista. Me habló de unos libros. Pero no, paciencia, no es aquí donde hace acto de presencia esa novela que escribí en mano de otro y que alguien pensó a través de mí y que, para vergüenza mía, adquirí de la manera más ordinaria que se pueda imaginar. La chica, Amanda se llamaba, me contó que leyó unas cosas que le condujeron a introducirse, voluntariamente, en cierta secta de ámbito religioso, claro que ese no es asunto realmente importante, el meollo de la cuestión, que se encuentra, más bien, en la persona del que por entonces era su novio, Andrés, un tipo rudo. No quiero con ello dar a entender que lo que me contó fuese un asunto de maltratos, ni mucho menos, ser rudo no implica necesariamente pasar horas en un bar, trabajar de policía, o hablar de la libertad de la mujer como un funesto suceso posmoderno. Era, sencillamente, un tipo rudo, de esos que uno se cruza por la calle y piensa, mira, un tipo rudo de verdad. Además, tampoco era su rudeza el motivo que la llevaba a retorcer lastimosamente (¿Qué otro adjetivo podría describir el acto de retorcer?) sus confesiones. Así que yo le escuchaba, atento, y notaba como sus palabras se escurrían por mi cuerpo, y terminaban por esparcirse, como lo hace la orina sobre un suelo de baldosas de tono rosado y con forma de flor: surcando las líneas rectas que me separaban de ella hasta, súbitamente, acorralarme dentro de su nauseabundo olor. Nos levantamos y me ofrecí gentilmente a acompañarla a casa, pues era allí donde quería ir, según me dijo, algo asustada, una vez terminado el tercer café. Entendía su miedo, aquellas eran cosas que infundirían terror a cualquiera. Así pues llegamos al portal, o la esquina de su calle, o a la baldosa en la que su barrio se convertía en su barrio y no en el de al lado, cuando ocurrió algo sin duda excepcional. Lo cierto es que nunca pensé que aquello pudiera ocurrirme. Y todo sucedió en la librería que había frente a nosotros, no en esa en la que adquirí, de manera vulgar, el libro del que aquí me dispongo a hablar, sino de una que se especializaba en asuntos de logias y demás menesteres sectaristas de andar por casa. En realidad no fue en la propia librería donde ocurrió aquello, sino frente a ella, que bien podría ser también frente al portal situado a su lado (digamos que entre los dos, a una distancia similar a la que les separaba, formando, sí, lo han adivinado, otro triángulo del que yo, yo y mi reloj, éramos de nuevo vértice), con ello quiero decir que la presencia de la tienda era meramente circunstancial, y no relacionada con los hechos. Descartada queda, por lo tanto, la idea de que en ellos intervinieran de manera activa o decisiva – salvo por el mero azar, incontrolable para mí-, porteros, libreros, bohemios, contadores del gas y de la luz, y carteros. Lo cierto es que poco pude hacer. Ocurre a veces que el miedo se apodera de uno, son instantes que corren frente los ojos, inaprensibles, de los que apenas se recuerdan detalles, resbaladizos porque una vez se cogen con la mano cobran vida propia, ajena. Sin embargo, es misteriosamente en esos momentos que no nos pertenecen, en los que se ve uno siempre mejor retratado. Aquel fue uno de ellos. Así que finalmente logré salir de ahí (aquí usamos el verbo salir como metáfora de situación: como dije todo se desarrolló en la calle). Corrí. Me escondí en una tienda de antigüedades situada 4 manzanas más adelante. Por supuesto el dependiente, un anciano probablemente, miró extrañado. Y allí había un bonito libro (contaba con un precioso canto azul, parecido al azul de un océano visto desde un avión a una altura de 10.000 pies en el mediodía de una jornada despejada de agosto) . Me acerqué y lo ojee. Claro que no lo compre. No tenía suelto. A salvo. Estaba a salvo. Al fin. Sí. Miré la hora y vi lo tarde que era. Salí de la tienda.