gracia se rebela contra tí. Así, una mañana, ella llamó a su puerta y la dijo adiós, se iba, ¿a dónde? No sé, contestó, lejos, donde no podamos reencontrarnos. En su escritorio dejó dos figuritas de porcelana, herencia del anterior inquilino del piso y que ella, rápidamente, escondió en algún cajón pues siempre odió la porcelana; la carta, abierta, como un pequeño mantel sobre el que ella desprendió migajas de pan, como lágrimas amasadas formando un cartilaginoso coágulo de sangre; y, finalmente, una pequeña e inofensiva orquilla de su pelo. La segunda tardó en llegar tres meses. Esta vez el sobre era azul, azul oscuro, Elena miró aquel mar que tenía frente a ella, y pensó que la semejanza no era casual, por lo que antes de abrir el sobre, un gesto, tal vez insignificante, pero gesto al fin y al cabo, se dibujó en su rostro: era ese que él tanto odiaba, tal vez porque no le pertenecía y porque al tratar de asirlo, se le escurría entre los dedos, como se escurren los recuerdos ajenos. Ni siquiera tiene porqué ser cierto que vaya a venir, le dijo a Javier, su único contacto humano desde que llegase allí. Y recordaba el momento en que él, una noche como otra cualquiera de no ser porque fue esa noche, salió por la puerta de casa mientras ella,
Se instaló en la otra costa, tras un interminable viaje que agotó sus fuerzas. Aquella vez, pensó, él sufrió por mi incapacidad para retenerle. Le vi en la puerta, mirándome, y yo lloré, lloré tanto que las lágrimas cosieron mi boca. Entonces me dijo adiós. Y ahora volvía, tal vez para ponerme a prueba de nuevo. A ella se le olvidaba añadir pero en esta ciudad jamás logrará encontrarme. Dando brillo a su buzón los domingos por la mañana, comenzó a vivir el ritmo lento que le imponía aquel lugar, en el que las pausas se sucedían y los recuerdos, asomaban por la periferia, en aquel pequeño espacio de su memoria limítrofe con el presente, como superando de manera tímida el dique espacial que Elena había interpuesto entre ambos. No será tan sencillo, no será tan sencillo, se consignaba cada mañana mientras, como si de un simpático descuido se tratase, depositaba orquillas suyas en cada café en el que se sentaba, pacientemente, a esperarle.
4 comentarios:
Muy bueno el final, es curioso como siempre acabamos esperando a que llegue eso de lo que siempre huímos.
muy muy bueno!
No entendí tu comentario hasta que volví a entrar a tu blog.
el mundo aquí y tu en el El Mundo
Publicar un comentario