miércoles, septiembre 10, 2008


Cuando se sienta es como si, súbitamente, las alarmas se despertasen y su cuerpo no fuera suyo sino un triste esbozo, como lastimero, de algún otro cuerpo deseoso de hallar una pausa entre tejido y tejido, entre la parte superior de su ventrículo derecho y el centro mudo e infranqueable de su alma. Y así la observaba, emergiendo con pudor o sumergiéndose temerosa en algo que apenas intuían sus piernas de plastilina azul, su nuca, desnuda y avergonzada, insultantemente teñida de mis miradas. Porque ella no sospecha, o eso creo yo, la impecable maniobra de escapismo que realiza cuando distribuye por el césped, poco a poco, gotitas de lo que ella no es pero querría ser, y logra, con mímesis perfecta, provocar en mí el deseo, la necesidad de ser otro, o de ser todos a la vez -en ocasiones no hayo la diferencia-, pero de ser siempre a su lado. Luego me mira, y sonríe, y me pregunta que es lo que me pasa. Sonrío y digo lo único que puede decirse en ese momento: nada, no me pasa nada.

lunes, septiembre 08, 2008


Los celos, pensó, son un juego que sólo merece la pena practicar en compañía. Por eso cuando la vio salir por la puerta supo que sólo tenía dos opciones: amarla pese a todo, amarla con ceguera crónica, o decir su nombre justo antes de oír el portazo, decir su nombre, como una inmediata revelación, dejarlo hincharse en su boca anegada de sueños primaverales, y, posteriormente, no volver a pronunciarlo jamás. Y mientras sus dedos saltarines imitaban, velados, el lastimoso llanto de Clea, goteando lágrimas de impaciencia se preguntaba si aquel sería el fin o si sería tan sólo un nuevo principio generador de nuevas costumbres que, dañinas o no, se fundirían reinventando, de manera instantánea, lo único que existía de veras en aquel amasijo de mentiras provocadas: la necesidad que tenían el uno del otro.
- Te quiero, dijo. Y supo al menos que ésta era una verdad incontestable.

jueves, septiembre 04, 2008

Cuando crees que te miro...


Una manera de llamar a las casualidades destino es juzgar que nuestra mirada es un compendio de todas las miradas que alguien soñó, esbozó en el metal barnizado de nuestros días. Un instante en el que las palabras son miradas y las miradas, anhelos de intimidad, frustrada, claramente, por la desligadura que se traza, no entre nuestros cuerpos, no entre nuestros pensamientos, siameses de vocación, sino entre nuestra necesidad de amarnos, sin fondo ni forma, y el estrecho cuadro en que apenas puedo vislumbrarte bajo una sonrisa, una insegura sonrisa, que quizás sea tuya por definición, por necesidad. Y así, cuando de entre tus dedos se desliza una sonrisa en mi boca, juzgo como necesario desviar la mirada e intuir la tuya sobre mí, como si en mi ausencia pudieras percibir que mis ojos son como prismas que deforman, que reinventan de manera arbitraria, que homologan burocráticamente mi particular manera de quererte. Es entonces, en el verso descoordinado, asonante por decoro, de nuestra mirada, cuando me intuyo a veces olor a gasolina, chirriante aroma rojo en un vivero de rosas marchitadas.