viernes, junio 05, 2009
Borrar las marcas del neumático
martes, mayo 12, 2009
Roberto Bolaño no está muerto
Corre la voz de que Roberto Bolaño no está muerto y que reside, ahora, en alguna cueva a profunda de las montañas de Andorra, encerrando en el cuerpo de una descomunal serpiente ciega. Dicen que envejece quieta, y que apenas se mueve, que cuando lo hace es únicamente para sentir en qué puntos exactos de su piel cuenta con rugosidades. Dicen que nunca hace ruido alguno, pero que cuando lo hace es, casi siempre, para escuchar los decibelios a los que puede elevarse su sonido gutural. También dicen que nunca se alimenta, pero que cuando come, no es por hambre, sino para averiguar cómo de grandes son sus fauces, de delicado su paladar y de afilados sus colmillos. Hay quien afirma que en realidad no es ciega, pues menudo corrige a los buhos que de noche le acompañan y le dicen “debes medir por lo menos 10 metros”. “8,96”, contesta secamente, “tal vez 8,98 pues ayer llovió bastante”. Y de nuevo queda en silencio.
miércoles, marzo 25, 2009
El día que mi padre se convirtió en un árbol

Por eso, tal vez a modo de venganza, más de una vez arrojé por la ventana las plantas y los pequeños árboles que adornaban nuestra casa y que ella cuidaba y vigilaba con enorme celo. Una de esas veces subió de la calle con la maceta hecha trizas entre sus manos. De ella colgaba un pequeño tallo muerto. La mirada de mi madre era de pánico. Entre la tierra pude ver una pequeña piedra con forma de corazón. Las ramas se extendían ahora por su frente, sus brazos, sus manos y sus ojos. Mira lo que has hecho. Me dijo. Le has matado. Me arrojó la planta y, justo después, su rostro adquirió un semblante de arrepentimiento. Sus ojos parecieron hundirse bajo tierra, a muchos metros de profundad, a años luz de mí, como si nada de lo que la rodeara pudiera profanar quien sabe que imagen subterránea. Déjalo, luego lo limpiaré. Sentí que algo me molestaba en mi dedo índice. Había una astilla incrustada en la carne.
lunes, marzo 16, 2009
Los sucesos de Guanterada
Esto no estaba acá el día anterior, dijo la madre superiora, quien a duras penas cargaba con un saco de arroz a malrepartir entre todos los niños y apenas se dio cuenta de que en esa bolsa,

A los dos días ocurrió otro hecho sorprendente enlazado con éste. Mi marido no podía actuar de otro modo, siempre tan bueno, considerado, dijo entonces Helena, lloreteando sobre un pañuelo lleno de recuerdos de papel. Y es que la buena mujer se encontró una mañana en la mesilla con el colgante de perlas de su madre, empeñadas años antes para poder subsistir ambos, cuando la penuria les alcanzó, matando incluso a su único hijo, Federico. Pobre, hasta que el no se fue no nos dimos cuenta de cuan poco importaba este abalorio. Pero ahí estaba de nuevo. Ellos lo dieron a un hombre de sur, que a su vez, lo vendería a otro hombre, y éste a otro y así hasta llegar de nuevo a ella, por no se sabe qué azar pecuniario. El pueblo visitó en misivas la tumba de Federico Hesteria, viendo en él una especie de mesías, viendo en él una bondad humana sí, pero una bondad expandida al aire, las paredes, las piedras del pueblo, una bondad inabarcable para un cuerpo, una bondad extraviada de lo mortal, libre ahora para actuar impunemente en el mundo de lo inaprensible. Los tullidos esperaban su cura; los ancianos, ver curada su artritis; los cancerosos, su metástasis extirpada.
Cuando a la semana tuvo lugar ese horrible incidente en la escuela de desamparados, nadie pensó en Federico Hesteria. Al menos hasta que el niño dijo su nombre, con naturalidad, como si nunca les hubiese abandonado y cada día, como antes solía hacer, les visitase llevando en la mano izquierda esa bolsa de caramelos de limón. Sí, fue él, me dijo que fuera con él. Claro que fue él. En realidad esa fue la transcripción de los interrogadores, en aquella habitación se limitó a asentir con la cabeza, sus hombros encogidos, y la mirada siguiendo la forma de las baldosas. La mujer del fallecido quedó escandalizada cuando la llamaron a declarar. ¿Mi marido? ¿Usted cree que un hombre que fallecido dona su fortuna a una escuela es capaz de, unos días después, sodomizar a un niño de 8 años? Todo está lleno de sangre, decía la monja superiora, el pequeño había sido golpeado en la espalda y su brazo derecho completamente partido. Es obra de un hombre, y aquí no hay hombres. Aparecieron las primeras pintadas en la tumba de Federico Hesteria. Violador, pederasta, eran los adjetivos que manos desconocidas escanciaban sobre la piedra con irregular y tembloroso trazo. Aun alguna anciana acudía a limpiar de escombros la tumba y brindarle su apoyo a él, un hombre bondadoso al que, acto seguido, rogaba una cura para la enfermedad terminal de su marido. ¿Qué si alguna vez en vida mostró conductas sospechosas con los niños?, preguntaba la monja, que va. Era un hombre decente, por favor. Ejemplar marido, ejemplar misántropo. Pronto, Helena se fue Guanterada puesto que no soportaba ver mancillada la memoria de su marido. Las malas lenguas afirman que no se fue sola, sino con ese oscuro personaje de Jeredo. Y así acabaron los milagros de Guanterada. Un mes después empezaron las lluvias. Y antes de que terminasen, todo había vuelto ya a la normalidad más absoluta.
lunes, marzo 02, 2009
Inventador de palabras

Llegó entonces el técnico. Miró bien el aparato y le pregunto ¿a qué se dedica usted, señor? Soy escritor e inventador de palabras. Uhh, cosa mala, le dijo el técnico. Verá, las palabras inventadas ofrecen siempre una complicación al ordenador: son recién nacidas, por lo que apenas controlan su esfínter, y en vez de mearse, porque necesitan mear, en la papelera de reciclaje, lo hacen en la CPU, haciendo que todo huela a mierda. ¿No escribirá usted palabras groseras? La verdad es que sí. Uhh, horrible, las palabras groseras se cagan en todas partes. Tiene usted que cuidarlas. Si además las deja revoloteando, es decir, si no las introduce en un contexto donde se domestican, se ponen bravas. Entonces, ¿cómo olería el ordenador de Joyce?, preguntó Berto. Horrible, hediondo, pero vivía en Irlanda, y allí todo huele muy mal, así que se lo achacaría a borrachos que meaban en su portal, además, que de tanto empinar el codo ya se sabe... Ahh. Vaya, tomaré nota señor, gracias.
Así, una vez se marchó el técnico, Joaquín, inventador de palabras, comenzó a eliminar palabrotas y neologismos. Se encontró entonces con la frase así traducida: “Con el mono azul, como los fluidos nocturnos que se restriegan de un ballenato dibujado con lápices de colores en blanco y negro, botarate con mono azul enfurruñado porque de pincharse, acabó por pinchar metiendo el pincho a la tristeza sucia de lágrimas de piedra”. Y vio entonces como el Word empezaba a funcionar incorrectamente. Como si, una vez desaparecidas las palabras olorosas, una especie de anarquía reinase en el programa. Se empezaron a rellenar los textos solos, sin que el escribiese nada, dando como resultado frases sospechosamente iguales a todo cuanto había escrito antes. Atiuste, se dijo, mientas veía agujereado su orgullo de artista. Trató pues de dar coherencia a sus frases: “Tenía un mono azul… estaba harto de lo que hacía…su vida era un amasijo de mujeres perdidas, como si alguien le hubiera restregado…no…como si tuviera todos los ingredientes de una vida nostálgica en color, pero apenas veía todo en blanc…no…”. Joder, usted no va a ningún sitio así, le dijo Joaquín a Berto (a él siempre le gustaba que le tratasen de usted). Escribió “racionalizador elefantesco enverdecido”. Joder, ya está oliendo mal, pensó. Tomó una determinación: bajaría a la droguería a por colonia, desarrollar su arte bien valía un buen perfume. Había una a un par de manzanas “escorzadamente entorneo mi cuerpo enhijoputizando las esquinas que abruptan mis desgarros”. Entró en la tienda, aliviado, al fin se encontraba de nuevo solo ante una adversidad que superar: ya una vez pasó por encima de los puristas del lenguaje, ahora haría lo propio con ese sindicato de gigabytes enardecidos y pestilentes.
- Perdona, le preguntó al cajero, ¿tiene perfume para el ordenador?
- No, lo siento, se me ha agotado, le contestó sin apenas mirarle a los ojos. Y añadió: el último se lo acaba de llevar ese señor de gafas de pasta.
jueves, febrero 19, 2009
Discusiones con otra mujer

lunes, febrero 16, 2009
Un cuerno
- No creo que Lamborghini sea sádico con el lector para que éste reconozca el goce que experimenta al leer sus descripciones, Sade era un provocador, pero artista al fin y al cabo. El argentino no se lo considera, no creo que su fin sea que el lector ejerza una reflexión posterior.
- Yo compararía a Lamborghini con Burroughs, no con Sade, contesté. Ambos escriben de manera casi impulsiva. Pero está claro que Fiord busca, además de la crítica política, cierto rechazo en el lector. Rechazo que también es atracción. Porque su narrativa es lo más parecido al infierno que jamás se ha escrito. Y a la gente le gusta que le vapuleen. Le produce rechazo y excitación. Y cuanto mayor sea el horror, mayor es la atracción.

- César Aira decía que Lamborginhi escribía de manera compulsiva, no corregía, no retocaba, era un manantial. Tal vez sea un error hacer lecturas didácticas a sus escritos.
Y cada vez que hablaba, su voz afónica rasgaba mis teorías, obligándolas a ponerse a la altura de las suyas, armadas para una batalla dialéctica a la que todo maestro teme enfrentarse. Así tras sobrevivir a la clase se acercó a mí aquella joven, obligándome por primera vez a mirarla a la cara sin tener que esconder mis ojos en la armonía de algún otro rostro obnubilado.
- ¿En serio cree eso de que Aira se basa en Lamborghini? Yo creo que no existen dos escritores más diferentes. El estilo del segundo tiene resonancias del primero sí, pero ahí concluye todo.
- Bueno, dije, Aira busca a veces también el impacto.
- Pero un impacto suavizado. Es un torrente también, pero no sé, un torrente amainado, que busca la complicidad del lector de alguna manera.
- ¿Cómo definirías entonces a Aira?
- Un escritor cuerdo, muy cuerdo, que finge ser maldito, en vez de asumir su condición de narrador. Un narrador con matices pero narrador, como su denostado Ricardo Piglia por ejemplo.
Cuando me quise dar cuenta no quedaba nadie en clase y ella y yo charlábamos en soledad acerca de libros. O más bien charlaba ella. No quiero con ello decir que sus conocimientos fueran mayores que los míos, sólo que sí más fervientes. Por un momento olvidé su cuerno, como disipado tras las líneas de su adorada Alejandra Pizarnik, o ahogado en las lagunas gauchescas berreadas por Arlt. Memorizaba fragmentos de Borges, recordaba la fecha en la cual Cortazar llegó a París, y el día exacto en que la Maga dibujó en su tintero un destino inmortal. Y me sorprendí disfrutando de sus palabras, en silencioso duelo con las mías, como rara vez lo había hecho anteriormente. Dos horas después llegó el momento de irse cada uno a su casa. Me despedí de ella y al darla dos besos mi frente se encontró, de nuevo, con ese cuerno que parecía devuelto a su rostro, seco, horrible y desfigurado.
Llegué a mi casa. Mara, mi mujer no me puso buena cara aquella noche. ¿Dónde has estado? No la mentí. Hablando con una alumna de literatura argentina. Su reacción fue la esperada. Que bien, te parece normal. Tienes obligaciones. Te esperábamos desde hacía horas. Y tras empapelar sus celos en el manual oficial del marido y padre responsable, cedió a mis explicaciones para, una vez calmada, preguntarme por lo bajín y dime, ¿era guapa? Reí y me fui a jugar con mis hijos. El mayor, Rubén, tenía ya 8 años y había leído El Principito, garantizándome yo al obligarle, su odio eterno hacia Saint Exupery y tal vez hacia la literatura en general. Pase con ellos una hora, revolcándome por el suelo, construyendo castillos de lego y fingiendo ser un vampiro que se disponía a chuparles la sangre. Tras acostarles me quedé con Mara. Su enfado se había evaporado. Aquellos casos eran los que me hacían ver la gran mujer que era, capaz de cargar con un inmaduro enceguecido como yo, de sonreír cuando la enseñaba alguno de mis grandilocuentes textos, burdas imitaciones de cualquier otro armado con un mínimo de talento.
El cumpleaños de Rubén es ya. Podríamos regalarle un viaje a la Warner. Por lo pronto olvida las obras completas de Faulkner o de alguno de tus escritores, dijo riéndose. Y yo reí también, tal vez por inercia, tal vez porque en realidad me hizo gracia lo que dijo. A veces cuesta discernir lo uno de lo otro. Después nos acostamos. Soñaba con una estación de ferrocarril en la que andaba yo de la mano de alguien cercano a mí, tal vez mi padre, cuando, súbitamente, me desperté sobresaltado por un dolor en la cabeza. Fui a la cocina a por un paracetamol. Luego al baño, necesitaba orinar. Lo hice, en estado de total somnolencia. Me iba a lavar las manos cuando, a través del espejo vi algo raro en mi rostro. Un pequeño bulto parecía asomar tímidamente en mi sien izquierda.