jueves, febrero 19, 2009

Discusiones con otra mujer

La otra hablaba y hablaba: Esa mujer es un estorbo, ¿has visto como se mueve? Patizamba. La miraba mientras ella porfiriaba. No sentía nada por ella. Por un instante se observó en el espejo que había frente a la cama. Sí, la tripa crecía, pero aun mantenía intacta su preciada cabellera. Nada podía privarle del derecho de ser un atractivo y melenudo cuarentón. Al contrario de cuando la conoció. 22 años. Pelo corto, licencia para marcar. Ella llevaba boina, dejó de llevarla apenas un año después pero él siempre que la imagina, lo hace con ella puesta. Pantalones de pitillo, azules, a juego con una chaqueta. Esa imagen, sin él saberlo hasta años después, marcaría su vida para siempre. Cuando la vio acercarse levantó la mirada, le observo oblicuamente, retrasando el momento de enfrentarse a sus ojos, y luego deshizo el trayecto, como cerrando el abanico que su sombra abrió por accidente. Y así, en ese tenue aleteo de los párpados, decidió que tenía que conocer a aquella chica. Ahora la otra le hablaba. Estúpida estrábica, cuando la veo siento nauseas. No sé qué la ves. Me duele que puedas sentir algo por ella, o que lo hayas sentido. Él no negaba nada. La miraba, a veces girando el cuello hacia donde ella permanecñia sentada, a veces a través del espejo. A los siete meses fueron a vivir juntos. Ella añadió entonces un tatuaje a su piel blanquecina, dos pequeños delfines en su omóplato derecho. El día que se los puso lo hicieron cinco veces seguidas, aquel desenfreno sexual era placer, eran celos, el genoma completo del ardor, miedo. Y luego respiraban, y se abrazaban, sin necesidad de temblar, sin necesidad de imaginarse. Luego ella se llevaba los brazos a la nuca, mostrándole sus pechos en toda plenitud, y él, creyéndose otro dentro de sí, la poseía con fiereza para, finalmente, abrazarla de nuevo. Abandonándose hasta ser muchos en dos, hasta ser uno, y en ese uno, tantos unos y unas como caben en dos vidas. El sexo con ella debe ser horrible, le decía la mujer. Él desvió la mirada del espejo para fijarla en los objetos irreconocibles que le rodeaban. Y eran los mismos que le rodeaban desde hacía ya 15 años, cuando se mudó con ella allí. Recién casados y esperando a su primer hijo, prueba empírica del tácito acuerdo de ambos por gozar esa felicidad parsimoniosa, plácida, como un valle austriaco rodeado de abruptas y nevadas montañas. Una vez nacida Raquel escapaban a veces a algún caluroso espacio neutro. La mujer, ahora, se levantó de la cama. El la miraba, desistiendo de buscar los delfines de su espalda, allí ellos no tenían cabida. Levantó las persianas. Hacía calor. Demasiado. Escarbó con la punta de los pies el fondo de su cama, buscando un pequeño escalofrío que le resultara mínimamente familiar. La primera vez que vi a esa mujer no podía creer que hubieras sentido algo por ella, le dijo. Él no conoció a Tamara hasta un año antes. Era una vecina, recién llegada, recién enviudada. A los dos meses de abrirle él la puerta tras presentarse ella como la nueva inquilina del tercero, la había hecho su amante. El no prometía nada. Callaba, interpretando Tamara aquel gesto como un ademán reflexivo. ¿Por qué?, dímelo. Ella se había enardecido ante su silencio. Lo suyo fue un affaire interrumpido y retomado en sendas ocasiones. Su mujer tardo mucho en saber algo. Y todo eso lo pensaba mientras ella le miraba ahora desde la ventana, inquiriendo los motivos por los que, a su lado, imaginaba de algún modo a la otra. ¿Piensas en ella? Dímelo. Él seguía mudo, enhebrando los deshilachados recuerdos del día en que ambas se vieron siendo la una consciente de la otra. Ella miraba a Tamara con dolor. El vaso de vino tenía en sus bordes restos de carmín. Tamara fingía controlar la situación. Alguien, en otro piso, tiró de la cadena, y aquel ruido, ajeno a ellos, se le incrustó, tantas capas adentro, que casi pareció clavársele a otra persona distinta, ajena, que, como si de una muñeca rusa se tratase, habitaba en su interior. Alguien en el patio gritó ¡el ascensor!. Por qué sigues viendo a esa zorra, le preguntaba ahora aquella mujer. Él la miró, sobresaltado. ¡Esa zorra es mi mujer!

1 comentario:

Alejandro Marcos Ortega dijo...

La vida, elcompromiso y la fidelidad son así... raras, cortas como un relato y a veces sin sentido, sin comienzos ni finales, simplemente con presentes...