viernes, noviembre 14, 2008

En el otro fin del mundo

Subían corriendo las escaleras. Eso, lo que quiera que fuese, aun les seguía a través de ese almacén abandonado. Cuando llegaron al cuarto de arriba vieron como la madera del suelo estaba resquebrajada, completamente podrida. Por eso se situaron junto a la puerta, como si en el centro de la habitación el riesgo de que cediese el suelo fuera mayor. Cerraron con pestillo. Martín oía aun las pisadas, entremezclándose de manera violenta con el ruido de cristales que provocaba el viento al golpear contra las ventanas, que se abrían y cerraban como pestañas adormecidas. Miró a Abigail, completamente aterrorizada. Ella no le correspondió, su mirada convulsa rastreaba por la habitación cualquier cosa que la proporcionase pequeños rastrojos de confianza que llevarse a su estómago, adherido al miedo.

Súbitamente, sin él esperarlo, ella le cogió de la mano. La apretó muy fuerte. Hacía tiempo que eso no ocurría, pensó Martín, que durante un instante se olvidó de discernir lo que era choque de cristales de lo que eran pisadas amenazantes, como si la barrera entre lo uno y lo otro la marcase, únicamente, su necesidad de que ella le amase de nuevo. Fue un instante. Abigail le soltó para sentarse en el suelo, apoyándose en la pared sin perder de vista cada rincón de aquel lugar. El se agachó y se situó junto a ella. Sus miradas se cruzaron. La de ella permanecía bañada por el miedo, un miedo tan grande que Martín vio como un gesto de condescendencia hacia él pues, esta vez, ningún reproche malogrado avivaba en ella, tan sólo el desconcierto, la sensación de que nada de lo acaecido hasta el momento en que él oyó los ruidos, tenía importancia alguna.

- ¿Seguro que lo has oído?, le pegunto. Él había empezado a juguetear con dos piedrecitas situadas a su lado. La contestó que sí, mientras se las pasaba de una mano a otra y la miraba, sintiéndola encerrada bajo ese embrujo relajante.

- No te creo, le dijo Abigail. Súbitamente, su mirada había dejado de estar replegada. Y aquellos ojos le despreciaban. Ese odio era aun mayor que cualquier miedo que pudiera atenazarla en aquel instante. Sintió lástima de si mismo. Pero también un profundo rencor que se le entretejía como segunda piel. Quizás hacia ella, quizás hacia aquel viaje que nunca debió haber empezado, o quizás, ante la incapacidad que sentía para no verse insignificante.

- No, pero…Y de repente percibió de nuevo las pisadas. Se acercaban a la puerta. Se puso de pie arrojando al suelo las piedrecitas. Abigail, desconcertada, se levantó con él. La cogió de la mano y corrió con ella hasta la ventana de la habitación, oyendo crujir a sus pies la madera con tal fuerza, que Martín se preguntó por un instante sino era aquel el único ruido de la casa. La puerta chocaba violentamente con su marco. Abrió la ventana y miró hacia fuera, pudiendo ver un tejado formado por tablas de madera que se retorcían, emitían quejidos lamentosos con cada bocanada de aire, como un ejército deshilachado que amaga con desertar. Sentía el peligro a sus espaldas. Por eso dijo a Abigail que saliera. Martín sabía lo que podía ocurrir si ella pisaba aquellas maderas, sabía que la caída era mortal, sabía que no había ningún lugar al que agarrarse de fallar el suelo bajo sus pies. La ayudó sin embargo a pasar al otro lado. Tocó su cuerpo, agarrotado por el miedo, incapaz de responder, incapaz de percibir, ni siquiera, el riesgo que entrañaba salir al tejado. Ella confiaba en él. Por eso su rostro no expresó pánico cuando cayó al vacío. No tuvo tiempo. Su último gesto fue el de desconcierto. Cuando Martín se quiso dar cuenta, ella había caído ya tres pisos más abajo. Y por un momento sintió como si aquella imagen, de alguna manera, ya hubiera sido incrustada en su retina con anterioridad, como si fuera ahora poco más que una vulgar reiteración desangelada, incapaz de hacerle sentir un atisbo de sorpresa.

Corrió hacia la puerta. La abrió y bajó corriendo las escaleras. Dominado por un automatismo casi ceremonioso, llegó hasta el lugar donde se encontraba el cuerpo sin vida de Abigail. Miró a su alrededor. Todo era oscuro. Y de fondo, aun sonaban ruidos de cristales.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Siete paradas de metro
veinticinco minutos,
cuarenta calles.
Te llamo
y marco en el teléfono
el número de besos que caben en tu cuerpo.