lunes, marzo 02, 2009

Inventador de palabras

Joaquín Berto, escritor, inventador de palabras, irracionalista entigretado con toques de sulfato cálcico. Aclamado por la prensa independiente, vitoreado por jóvenes hienescos de melanina desbordada. Famoso por esquilofrases como “Milagrosa rueda que gira, abrupta, desprende mierda, azarosa, erosiona, inconfundible la piel de un camello embravecido, como una tortuga follada con restos de carmesí de una copa de daiquiri”. Este señor, mesías de una nueva asensibilidad narrativa, se encontró, una candente mañana de febrero con una profunda peste en su domicilio. Miró la basura. Nada. La nevera. Nada. La despensa. Nada. El retrete. Nada. La jaula del pájaro. Nada. Sus canzoncillos. Apenas. El lavavajillas. Nada. Rastreando por su cuarto encontró la solución al enigma: su ordenador. Su ordenador apestaba. Llamó entonces a un técnico, uno cualquiera, “enazulmonado, como el semen restregante de un ballenato dibujado del revés con lápices de colores en blanco y negro, hijo de puta enazulmonado encabrietado porque de pincharse, acabo por pinchar empinchetando la tristeza sucia de lágrimas de piedra”, tecleó mientras le esperaba.

Llegó entonces el técnico. Miró bien el aparato y le pregunto ¿a qué se dedica usted, señor? Soy escritor e inventador de palabras. Uhh, cosa mala, le dijo el técnico. Verá, las palabras inventadas ofrecen siempre una complicación al ordenador: son recién nacidas, por lo que apenas controlan su esfínter, y en vez de mearse, porque necesitan mear, en la papelera de reciclaje, lo hacen en la CPU, haciendo que todo huela a mierda. ¿No escribirá usted palabras groseras? La verdad es que sí. Uhh, horrible, las palabras groseras se cagan en todas partes. Tiene usted que cuidarlas. Si además las deja revoloteando, es decir, si no las introduce en un contexto donde se domestican, se ponen bravas. Entonces, ¿cómo olería el ordenador de Joyce?, preguntó Berto. Horrible, hediondo, pero vivía en Irlanda, y allí todo huele muy mal, así que se lo achacaría a borrachos que meaban en su portal, además, que de tanto empinar el codo ya se sabe... Ahh. Vaya, tomaré nota señor, gracias.

Así, una vez se marchó el técnico, Joaquín, inventador de palabras, comenzó a eliminar palabrotas y neologismos. Se encontró entonces con la frase así traducida: “Con el mono azul, como los fluidos nocturnos que se restriegan de un ballenato dibujado con lápices de colores en blanco y negro, botarate con mono azul enfurruñado porque de pincharse, acabó por pinchar metiendo el pincho a la tristeza sucia de lágrimas de piedra”. Y vio entonces como el Word empezaba a funcionar incorrectamente. Como si, una vez desaparecidas las palabras olorosas, una especie de anarquía reinase en el programa. Se empezaron a rellenar los textos solos, sin que el escribiese nada, dando como resultado frases sospechosamente iguales a todo cuanto había escrito antes. Atiuste, se dijo, mientas veía agujereado su orgullo de artista. Trató pues de dar coherencia a sus frases: “Tenía un mono azul… estaba harto de lo que hacía…su vida era un amasijo de mujeres perdidas, como si alguien le hubiera restregado…no…como si tuviera todos los ingredientes de una vida nostálgica en color, pero apenas veía todo en blanc…no…”. Joder, usted no va a ningún sitio así, le dijo Joaquín a Berto (a él siempre le gustaba que le tratasen de usted). Escribió “racionalizador elefantesco enverdecido”. Joder, ya está oliendo mal, pensó. Tomó una determinación: bajaría a la droguería a por colonia, desarrollar su arte bien valía un buen perfume. Había una a un par de manzanas “escorzadamente entorneo mi cuerpo enhijoputizando las esquinas que abruptan mis desgarros”. Entró en la tienda, aliviado, al fin se encontraba de nuevo solo ante una adversidad que superar: ya una vez pasó por encima de los puristas del lenguaje, ahora haría lo propio con ese sindicato de gigabytes enardecidos y pestilentes.

- Perdona, le preguntó al cajero, ¿tiene perfume para el ordenador?
- No, lo siento, se me ha agotado, le contestó sin apenas mirarle a los ojos. Y añadió: el último se lo acaba de llevar ese señor de gafas de pasta.

4 comentarios:

Alejandro Marcos Ortega dijo...

muy bueno, lo de las gafas de pasta se está convirtiendo en una religión pedantil como el fumar pipa.
Quizás nosotros que tenemos un blog deberíamos compraros unas antes de que nos los cierren...

Silvia dijo...

Yo conozco a un inventador de palabras buenísimo. No se si se me permite escribir su nombre por aquí.

Unknown dijo...

Tan bueno, revolucionario y desagradable como la obra de duchamp o alfanhuí...

No se pk coño tu texto me ha recordado a eso.

Gracias por escribirlo

FDO: El periodista que nunca publicó

catalinaladivina dijo...

¡Uyy!justo hoy que escribí un poema con palabras inventadas!
Estoy mirando a mi ordenador,pero él ya me conoce y espero no se enoje!Ni se quede ñangolingando!