miércoles, marzo 25, 2009

El día que mi padre se convirtió en un árbol

Mi madre nunca me consentía escarbar en la tierra del monte. Sí en la arena de la playa o en la del parque, pero no en el monte. Una vez me sorprendió haciéndolo. A tu padre no le hizo bien, me decía. No. Y repetía. Nunca más. Yo la quería. Mi madre era morena y alta. Nunca más. Y se le hinchaban las venas de su cuello, como si pequeñas y finas ramas fueran gestadas junto a su yugular. No recuerdo la altura de mi padre, y su pelo no pude nunca verlo ya que, al nacer yo, él ya era calvo. De él permanece en mí una imagen. Sólo una. Tal vez soñada, inventada, seleccionada minuciosamente de entre las páginas de algún libro de ilustraciones. Él recostado, con dos inmensas bolsas de plástico tapándole las manos y en su rostro, una barba como astillada, gruesa, y su piel rojiza y endurecida, formando pequeños montículos negruzcos. Tu padre ya no se levantaba de la cama porque sus raíces se han fundido con la madera del cabecero inferior. Por eso, mi madre nunca me dejó dormir sobre ningún canapé que no fuera de hierro. A ser posible, sin canapé, con el colchón a ras del suelo. Gracias a ello, fueron muchas las noches que pude pasar junto a ella. Acurrucados. No recuerdo el momento en que nos marchamos. Tal vez tuviera 2 o 3 años. Tal vez menos. Ella gritaba. Las ramas crecían en su cuello. Y al ver la luz se convertían en gritos que serraban el aire, esparciendo sobre mi oreja pequeñas cortezas de viento que solían hacerme cosquillas.
Decir que con el tiempo olvidé a mi padre sería inexacto. Con tres años no estaba en edad de olvidar ni de recordar. Poco, muy poco de aquella época dejó muescas aun legibles en mi memoria. Lo demás, son jeroglíficos encriptados que, frecuentemente, se entrechocan con la realidad, barnizándola de indescifrable pretérito. No juegues con la tierra del monte, me decía mi madre. Tu padre se dedicaba a eso. O tal eso no lo dijese ella sino que fuese tan sólo una conclusión mía. Paseábamos por los bosques, infinitas horas. Algunas noches dormíamos incluso a la intemperie, en verano, con el calor. Juntos. No arranques las cortezas, me gritaba cuando me veía toqueteando un árbol. Al principio me asustaban sus gritos. Mi madre me dejaba muchas veces solo. Aquello me dolía. En especial en esos momentos en los que quedaba en trance y, se acercaba a algún pequeño roble que me arrebataba, con dolorosa suficiencia, las caricias que eran para mí.

Por eso, tal vez a modo de venganza, más de una vez arrojé por la ventana las plantas y los pequeños árboles que adornaban nuestra casa y que ella cuidaba y vigilaba con enorme celo. Una de esas veces subió de la calle con la maceta hecha trizas entre sus manos. De ella colgaba un pequeño tallo muerto. La mirada de mi madre era de pánico. Entre la tierra pude ver una pequeña piedra con forma de corazón. Las ramas se extendían ahora por su frente, sus brazos, sus manos y sus ojos. Mira lo que has hecho. Me dijo. Le has matado. Me arrojó la planta y, justo después, su rostro adquirió un semblante de arrepentimiento. Sus ojos parecieron hundirse bajo tierra, a muchos metros de profundad, a años luz de mí, como si nada de lo que la rodeara pudiera profanar quien sabe que imagen subterránea. Déjalo, luego lo limpiaré. Sentí que algo me molestaba en mi dedo índice. Había una astilla incrustada en la carne.

4 comentarios:

Silvia dijo...

A mi me enternece, me abre algo por dentro.

Alejandro Marcos Ortega dijo...

Las espinas...
me ha gustado muho, muy mágico.

Anónimo dijo...

Alguien te espera.

Kotsssski dijo...

Déjame leerte otros 365 días más.